A una edad en la que muchos autores se conforman con vivir de los réditos, reinciden en sus marcas formales y estilísticas distintivas y prolongan de manera mecánica las destrezas adquiridas con el tiempo, Manuel Longares (Madrid, 1943) da en La escala social un salto de vértigo que reafirma tanto un inquebrantable fervor por la literatura como una inveterada afición a tentar los límites de la escritura. Algo, o mucho, lo sustancial, queda de su obra precedente: la preocupación por el lenguaje como elemento definidor de lo literario y una alerta constructiva que procura la renovación de las formas narrativas. Pero persistiendo ambos rasgos fundamentales, en esta breve nueva obra acomete una auténtica aventura.
El mismo Longares explica en una concisa nota preliminar titulada “Formato” el contenido y los rasgos del libro. Lo componen 60 narraciones repartidas en 5 capítulos de 12 historias cada uno. Las piezas están sometidas a exigentes requisitos: no superar las 200 palabras y no admitir el punto y aparte. Además no existe entre ellas relación argumental.
Adoptan, por otra parte, el carácter experimental -así lo dice, aunque la afirmación sea discutible- de su género de referencia, el cuento. De resultas de este planteamiento, encontramos seis decenas de minirrelatos que podríamos calificar como tuits largos a causa de ese condicionante del pequeño número de palabras.
Por la anterior descripción puede pensarse que Longares ofrece un popurrí narrativo. No se trata, sin embargo, de un puro revoltijo de historias. De ello nos advierte el estricto encadenamiento temporal de los capítulos: “Aurora”, “Mañana”, “Tarde”, “Noche” y “Madrugada”. O sea: un día colmado de casos que abarcan lo humano -la escala social del título- casi en su totalidad. Eso sí, exhibiendo el autor una flexibilidad anecdótica asombrosa.
Aparecen escenas esperpénticas, hipérboles jugosas, bromas tronchantes, juegos en el límite del chiste, acertijos, alegoría...
Véase en este mínimo puñado de situaciones: un nonagenario disfruta anticipadamente de su sepulcro en el cementerio; el marqués de Santillana hace de menos a la vaquera de su famosa serranilla; la inquina une a unos mellizos en la eternidad; Adán, Eva y Venus juegan desnudos a las cartas; un actor queda tetrapléjico al encarnar a un obispo volador; Larra da lugar a cábalas sobre su suicido; un cura masturbador deja el confesonario como un vertedero; unos chicos disfrutan en el exilio de un feliz matrimonio homosexual; un menda quiere cantarle las cuarenta a Ortega y Gasset… o don Quijote sigue indefenso ante las canalladas de la vida.
Esta diversidad anecdótica se sustenta en múltiples tonalidades expresivas. Aparecen escenas esperpénticas, hipérboles jugosas, bromas tronchantes, juegos en el límite del chiste, acertijos, alegoría, distorsión histórica… Los plurales registros del libro recogen lo visionario, lo zarzuelero, lo lírico, lo patético, lo testimonial o lo emotivo. Nota insoslayable del volumen es el manejo creativo del lenguaje. Longares pone en juego un amplio catálogo de recursos verbales.
Sin reservas utiliza figuras retóricas: asonancias, rimas internas, juegos semánticos, paronomasias. Y no se corta en mezclar la voz popular, lo sentencioso o lo conceptista. Además, aprovecha tan al extremo su libertad creadora que se permite la prosa retumbante con eco rubeniano o abre los capítulos con poemillas de tono popular, festivos y caprichosos.
Algunos escritores padecen el vértigo de la página en blanco y confiesan el sufrimiento que conlleva el acto de la creación. No es el caso de este Longares. Al revés, se nota cuánto ha disfrutado con estas mini fábulas, con la invención de sucesos y con la pura materialidad de escribirlos. Este placer del autor es contagioso y revierte en el lector. Es un rasgo llamativo y fundamental de este encantador juguete narrativo, simpático y risueño, aunque también a ratos serio y triste.