Acompáñenme y pongámonos bajo la lluvia de oraciones principales y subordinadas del nuevo y enrevesado libro de Bob Dylan Filosofía de la canción moderna. Dylan (Duluth, Minnesota, 1941) ha reunido sesenta y seis canciones, desde “Mack the Knife”, de Bobby Darin, hasta “Don’t Let Me Be Misunderstood”, de Nina Simone y “London Calling”, de The Clash, e improvisa sobre ellas.
Estas improvisaciones recuerdan mucho a las letras de sus propias canciones, hasta el punto de que una parte de mí deseaba que fueran un nuevo disco, quería oír esos versos salir roncos de los pulmones de ochenta y un años de su autor y pasar por los perdigones y el alambre de púas de su úvula.
He aquí un ejemplo, elegido medio al azar: “Esta canción trata de la hipocresía. De golpear y correr, sacrificar y exterminar, coger el gran premio y terminar a la cabeza. Y después, ser generoso, enterrar el hacha de guerra, pedir perdón, besarse y hacer las paces. Trata del trajín”. Este párrafo se refiere a “Everybody Cryin’ Mercy”, de Mose Allison. Casi todas las entradas suenan así, son oraculares. Dylan se pasea por el libro lanzando calumnias, descabezando rosas, invocando maldiciones, sin domicilio fijo, escondiéndose en las callejuelas (vaya, se equivocó de cantante), hablando sin falsedad.
¿Quién más suena así? Dylan abre de un tajo el vientre de la vida estadounidense, hurga en las entrañas, hace hablar mucho a esas canciones. Es una guerra total contra el tedio, y es absolutamente genial, excepto cuando no lo es. En muchos de los casos, podríamos intercambiar los comentarios del autor, aplicarlos a otras canciones, y no se notaría la diferencia. Hacia el final parece agotado; como si parte de lo que dice lo dijera sin ganas. Uno sigue leyendo porque es Dylan, porque siempre hay un casino indio, un predicador ambulante o una vieja madame sifilítica a la vuelta de la siguiente esquina. Uno quiere saber en qué estado está Dylan. Probablemente el autor esté a punto de liberar una vejiga llena de cerveza sobre la tumba de alguien.
Dios, qué taimado es este libro. Por ejemplo, hablando de “Key to the Highway”, la canción de Little Walter, desliza este comentario: “Tengo muchas llaves de distintas ciudades, pero nunca he intentado inspeccionar nada todavía”.
El humor en 'Filosofía de la canción moderna' raya a menudo en el abuso emocional
Dylan es un epigramista sin remedio. “Por muchas sillas que tengas, solo tienes un culo”, escribe. Y con respecto a una canción de Cher, “‘Gitanos, vagabundos y ladrones’ podrían ser muy bien la respuesta a la pregunta: ‘Nombra tres tipos de personas con las que te gustaría salir a cenar’”.
El humor en Filosofía de la canción moderna raya a menudo en el abuso emocional. Por citar un ejemplo, escribe que los zapatos de gamuza azul de Carl Perkins pueden resolver crímenes y encontrar objetos perdidos. Se pregunta si “On the Road Again”, de Willie Nelson, podría haber sido mejor con versos que hablaran de “una recurrente gonorrea resistente a los antibióticos que se propagó por el equipo después de un bolo en Nuevo México”.
Insinúa que “My Generation”, de The Who, está cantada desde la perspectiva de un anciano de 80 años que vive en una residencia; que Ricky Nelson y no Elvis fue el verdadero embajador del rock and roll, y que “Come On-a My House”, de Rosemary Clooney, trata de un asesino en serie pedófilo. El libro contiene un análisis de la versión de Bing Crosby de “Whiffenpoof Song”, de Yale.
A veces uno espera que Dylan esté hablando en broma. Como han señalado otros críticos, este libro tiene un problema con las chicas. Solo cuatro de las 66 canciones están firmadas por mujeres. Hay extraños argumentos a favor de pagar por tener relaciones sexuales (“No es amor perfecto, pero es menos problemático”) y del matrimonio abierto (dice que las mujeres también deberían participar).
A casi todas las mujeres, en cualquier canción a la que haga referencia, las describe como una “arpía”, o una “golfa de sangre caliente hambrienta de sexo”, o una “vampiresa”, o una “cabaretera buscadora de oro” o “una ligona hasta las cejas de mescalina”. En un esfuerzo por ser justo con el autor, en el universo de este libro, y en la mayoría de las canciones, los hombres con los que se encuentran los narradores no son mejores: viejos sin un duro aspirantes a amantes, o peones confundidos con caballeros. Sus pronombres personales son negros.
Filosofía de la canción moderna tiene casi el tamaño de un libro ilustrado de gran formato. Está repleto hasta la saciedad de elementos artísticos. La persona que ha hecho la investigación fotográfica se merece las mejores drogas legales para Navidad. El volumen está repleto de fotogramas de películas antiguas, portadas de la revista Life, anuncios de coches e imágenes de detectives de folletín, algunas más oportunas que otras; la clase de cosas que podríamos encontrar en las paredes de una cafetería retro. Respeto el trabajo que se ha invertido en ello, pero las fotos a veces me tiraban para atrás.
Esta es la primera creación nueva de Dylan desde Crónicas I, publicado en 2004, y desde que ganó el Premio Nobel de Literatura en 2016. Está dedicado a Doc Pomus, con un agradecimiento especial, entre otros, “a todo el equipo de Dunkin’ Donuts”. En realidad, en Filosofía de la canción moderna no hay filosofía. Lo que sí hay es un gran despliegue de conocimiento. Dylan parece conocer todas las grabaciones descartadas, todas las versiones de portadas y todas las interpretaciones en YouTube de todas las canciones de las que habla.
Este libro trata de un genio que reconoce el genio sin filtro en otros, cuando puede encontrarlo. A menudo es un alegato a favor de la sencillez. “Disfruta de tu reducción de reliquias de familia, ecológica, condimentada con comino y espolvoreada con cayena”, escribe Dylan. “A veces es mejor comerte un sándwich de beicon, lechuga y tomate y darlo por zanjado”.
© The New York Times Book Review. Traducción: News Clips