Rainer Maria Rilke fue conocido como “el buen europeo” porque se adentró como pocos en el viejo continente. En su caso, viajar significó huir de sí mismo. Siempre lo persiguió “la sombra de una infancia infeliz”, según escribe Carolina B. García-Estévez, a cargo de la edición de estas conferencias que recogen los desplazamientos del poeta por Europa.
En Praga, su ciudad natal, su madre lo vistió como una niña hasta los 7 años en honor a su hermana fallecida. Así su nombre de pila, que significa “renacido”. Necesitaba escapar y Florencia fue su primera parada. Desde la ciudad italiana escribe un diario dedicado a Lou Andreas-Salomé, amante de Nietzsche y alumna de Freud.
Con solo 22 años aprende a mirar, interpretar una obra de arte, canalizar su belleza y trasladar lo aprehendido a su propia escritura. Mientras tanto, la soledad se afianzaba como una impronta definitiva en su vida y su obra. En París estrecharía los lazos definitivos con el arte. Dice Franco Rella en uno de los textos que Cézanne fue un “encuentro clave de su existencia”, desde que en 1907 quedara fascinado con unas acuarelas del pintor. Es “como si en ellas se reflejara una melodía”, escribió Rilke.
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Los otros dos grandes encuentros en Europa tuvieron distintas naturalezas. En 1899 conoció a Tolstói en Moscú y establecieron diferencias que les unieron de por vida. Mientras que el autor de Guerra y paz no concebía la creación si no era para mejorar al ser humano, a Rilke no le preocupaba el efecto, sino la esencia del arte.
Poco después, el rastro del Greco lo condujo a Toledo en 1912, cuando emprende las Elegías de Duino. En Ronda (Málaga), comprendió que España había supuesto un cambio de rumbo tras su crisis creativa. En todos los textos de este volumen, los episodios biográficos atienden a la evolución de su poesía hasta lograr un magnífico retrato del autor.