Cómo conocí al sembrador de árboles contiene un conjunto de relatos escritos por Abilio Estévez (La Habana, 1954), también autor de novelas sugestivas como Tuyo es el reino (1997), El año del calipso (2012) o Archipiélagos (2015). De los cuentos que conforman este volumen, unos están numerados y son veintidós; otros, en los que se utiliza la letra cursiva, son mucho más breves, carecen de numeración y hacen un total de veintitrés.
Los primeros recogen historias complejas tanto en lo formal como en el contenido, mientras los segundos refieren, más bien, una pequeña anécdota, reflexiones propiciadas por alguna idea que puede considerarse palpitante e incluso, en ocasiones, tal vez fabulen noticias espigadas en la prensa porque se percibe en ellos cierta inmediatez narrativa.
A pesar de que no es lo habitual, y de que, por lo general, no suele resultar recomendable, una de las formas de adentrarse en la lectura del libro es accediendo inicialmente a las últimas páginas. Contienen una interesante “Razón final” en la que el autor proporciona datos sobre la escritura que aportan coherencia y claves de interpretación al conjunto.
En esas líneas de apenas una página, Estévez se refiere a la infancia y a la adolescencia, relacionándolas con la escritura y con la muerte como sucede en algunos relatos (por ejemplo en “El caballo de la calle Samaritana”), y alude también a diferentes ciudades en las que tuvo lugar la composición de los textos (Barcelona, Miami y Palma de Mallorca) presentes en las tramas, aunque lo más significativo es la mención a su propio nomadismo, que también es común a las historias que aquí se agarbillan, así como a traslados y viajes concretos.
En este sentido, en los personajes del libro se percibe un claro sentimiento de desarraigo que también confiesa Estévez como propio en esa “Razón” última. Otros comentarios esenciales tienen que ver con el origen habanero de los contenidos o con el sufrimiento de Cuba durante los últimos sesenta años, que apenas solo conocen los cubanos.
Por debajo de las anécdotas se escucha la voz dolorida de Estévez, impregnada de una ironía distanciadora
En general, las historias de Cómo conocí al sembrador de árboles están bien construidas, sobre todo las largas. Algunas, incluso, cuentan con distintas perspectivas que muestran las facetas de un argumento (“El asesino perfecto”). En ellas, los sentimientos de añoranza y pertenencia se identifican con la geografía, con los ámbitos domésticos –unas veces olvidados y a menudo imaginados– (“Paisaje que ya no existe”), con las calles y barrios…
Pero también con la violencia y con el adoctrinamiento feroz que mueve la vida de los isleños (“Tres Reyes Magos”), con un pueblo “que enfermó de espera y terminó desesperado”. A pesar de lo objetivo del tema dominante (Cuba), Estévez cuenta desde la subjetividad, con un estilo tan personal que por debajo de las anécdotas se escucha su voz dolorida, impregnada de una ironía distanciadora, de un claro sentido del humor y de abundantes componentes intertextuales.
[Tres visiones de la paradoja cubana]
Otras referencias aglutinadoras de los relatos tienen que ver con ciertos elementos concretos que se repiten, entre ellos la casa (“Paisaje…”, “Grietas”), la lluvia (“El caballo…”, “Lluvia”) o los trenes (“Colina de Ettersberg”, “Jamaica, las montañas azules”). Es relevante señalar que estos cuentos son muy minuciosos en la descripción de espacios y personajes, incluso en el desarrollo de las tramas, hasta el punto de que, en ocasiones, no solo se pierde el hilo de la intriga, sino que incluso se diluye la razón de ser de un género que se fundamenta en la eliminación de lo superfluo.
En cuanto a los finales, la mayoría son muy abiertos, a veces en exceso, tanto que en determinados casos el resultado es demasiado elusivo.