“Pío, pío, gordo asqueroso”, le dice un pájaro a un periodista –o eso cree el periodista– en La estrella de la mañana, la última y apocalíptica novela de Karl Ove Knausgard (Oslo, Noruega, 1968). “Pío, pío, no podrás dormir”.
El pájaro no es el único presagio. Una nueva estrella, resplandeciente y escalofriante, “tan bella como bella era la muerte”, se ha alzado en el cielo de Noruega. La gente está llena de terror y admiración, sobre todo de terror.
Los animales han empezado a comportarse de manera extraña. Avalanchas de cangrejos cruzan con estrépito las carreteras; pájaros con escamas chillan en los bosques. El tiempo también se comporta extrañamente. Aquel hombre de allí, ¿no acabo de estar en su funeral? ¿Qué hacen en el bosque esas enormes criaturas humanoides parecidas a bueyes?
“¿Cómo podemos ser modernos –se pregunta Knausgard en el segundo volumen de su épica serie Mi lucha– cuando estamos rodeados de muerte?”. En La estrella de la mañana recoge esa pregunta como si fuera un balón de rugby, y se la lleva corriendo hacia un lado fuera del terreno de juego.
La novela es extraña, gótica, está obsesionada con la Biblia y entreverada de temas negros como un zopilote y amenazas de horror. Se desarrolla a lo largo de dos días de finales de verano. Un grupo de personajes mira el mismo cielo hipnotizante. Está Arne, un profesor de literatura preocupado porque ha engordado –los hombres de Knausgard odian parecer blandos–, y su mujer Tove, que es artista.
La novela es extraña, gótica, está obsesionada con la Biblia y entreverada de temas negros como un zopilote y amenazas de horror
Están Kathrine, pastora de la Iglesia y traductora de la Biblia, que se siente tentada a acabar definitivamente con su aburrido matrimonio, e Iselin, que ha dejado de ser una estudiante prometedora con grandes metas, para acabar trabajando en una tienda. También Jostein, un periodista cultural lascivo y caótico, y su mujer Turid, enfermera, como lo fue el propio Karl Ove Knausgard, en un hospital psiquiátrico.
(Turid es uno de esos nombres, como el Titus de Shakespeare, en los que es fundamental no omitir la segunda vocal al escribirlos).
Los admiradores de los seis volúmenes de Mi lucha –entre los que me encuentro, con reservas en cuanto al volumen final– querrán saberlo: ¿La estrella de la mañana profiere la misma clase de hechizo que esas novelas? La respuesta, durante mucho tiempo, es sí.
Knausgard conserva la capacidad de encerrar al lector en su narración como en un rayo tractor. Toma lo prosaico de la vida –la necesidad de hacer un pis, la alegría de matar moscas molestas– y lo convierte en esencial. En cuanto a los detalles de la existencia cotidiana, consigue, sin exceso de lirismo, ser el doble de absorbente que la mayoría de las demás grandes marcas.
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La estrella de la mañana es una novela sobre personas angustiadas incluso antes de que el nuevo ojo reluciente se abra en el cielo. Contiene muchos malos padres, problemas de salud y relaciones en declive. La gente de Knausgard está irritada de forma realista y divertida la mayor parte del tiempo.
Ray Bradbury afirmó en una ocasión que una manera de empezar a escribir un relato corto o un poema es hacer una lista de 10 cosas que uno odia y ponerse a demolerlas. Knausgard es un maestro de esta clase de ataque disperso.
A este mundo prosaico, el autor empieza a coserle aspectos del horror. Añade esos detalles despacio, quizá demasiado despacio. A pesar de que al final hay escenas repugnantes –los miembros de una banda de death metal son despellejados por algo peor que los críticos–, el autor nunca lleva las situaciones al último extremo. El fuego lento no rompe a hervir.
Si el libro fuera El resplandor, Jack Torrance acabaría su novela. Él, Wendy y Danny verían cosas descabelladas por la ventana, y de vez en cuando un lunático dando gritos aporrearía la puerta del sótano. Scatman Crothers aparecería para que él y Jack pudieran hablar de la naturaleza esencial del aislamiento durante unos cuantos cientos de páginas.
El novelista noruego está entre los mejores escritores vivos, aunque su obra tiene algo de agarrotado cuando aborda las ideas de frente en vez de hacerlo oblicuamente
La estrella de la mañana se convierte, en otras palabras, en una novela de ideas un tanto programática. Su autor masca pensamientos sobre la fe, el libre albedrío, la transmigración de las almas, la naturaleza de los ángeles, el significado de la nada en Kierkegaard y Nietzsche, y la poesía de Rilke.
Una mujer llamada Sigrid lo dice, y seguramente sea verdad: “Los que hablan de Dios son siempre los menos indicados para hacerlo. No es de extrañar que ya nadie crea”.
La muerte sigue obsesionando a Knausgard. Un personaje señala: “Nuestra comprensión de la muerte no ha cambiado. Einstein sabía tan poco de ella como los primeros habitantes de las cavernas”.
El novelista noruego está entre los mejores escritores vivos, aunque su obra tiene algo de agarrotado cuando aborda las ideas de frente en vez de hacerlo oblicuamente. Su batalla con Mein Kampf a lo largo de cientos de páginas hizo zozobrar lentamente el volumen final de la serie Mi lucha.
Aquí el forcejeo se centra en cómo pensamos nuestra condición de mortales. En algunos momentos se tiene la sensación de estar en contacto con la sabiduría más antigua y profunda; en otros, la corriente fluye superficialmente.
Hace poco escribí una reseña de La rastra, de Joy Williams, otra novela irregular de una importante autora sobre el peligro, la dislocación y el fin de los tiempos. Una frase de ese libro encaja a la perfección con los temas de este: “¿Alguna vez has tenido la sensación de que has muerto”, pregunta Williams, “y estás caminando entre aquellos que quizá hayan muerto también pero no lo dicen?”.
© The New York Times Book Review. Traducción: News Clips