Material de construcción es una autoficción conmovedora, catártica y necesaria para quien la ha escrito desde el dolor, apretando los dientes y con dosis extraordinarias de coraje. Pero también para quienes han sufrido cerca el delirio de una adicción, o para quienes tienen padres y una vida cuya dificultad solo se puede calibrar de forma consciente desde la altura que dan los años. O sea, Material de construcción es un libro para todos. Lo ha compuesto Eider Rodríguez (Rentería, 1977), autora de volúmenes de relatos como Y poco después ahora (2007), Carne (2007), Un montón de gatos (2010) y Bihotz handiegia (2017).
Y lo ha hecho desde su propio corazón, acorchado por años de vergüenza y amargura, abriéndose en canal, dejándose en ello jirones de piel y con una entereza merecedora del mayor respeto. También de empatía y de estima, porque no es fácil exponerse como lo hace, contar una realidad con nombres y apellidos cuando cualquier vecino puede recordar los hechos y a las personas que se retratan; cuando ante los familiares, los amigos y los compañeros de trabajo se confiesa la infamia, la indignidad, el agravio de una circunstancia que ha permanecido oculta –aunque cualquiera podría sospechar que existía– y que ha condicionado la vida común.
Porque aquí se retrata un infierno y un sentimiento de culpa tatuado con tinta indeleble en el alma de quien habla. Se hace, es importante señalarlo, desde un presente luminoso en el que de los árboles (sobre todo de un tierno roble) brotan pequeñas hojas verdes que representan el futuro y la esperanza.
En la novela, arrojada y valiente, se cuenta una historia de alcoholismo familiar –del padre– referida por la hija, que confiere a las palabras y a lo que revelan una capacidad exorcizadora. Con ellas, además, busca nombrar sus propios errores vitales para conjurarlos y, al mismo tiempo, corporeizar al padre muerto con la intención de comprenderlo y de ofrecerle el amor que la afrenta y una severa educación antes no permitieron (“Nuestra Constitución familiar no escrita es draconiana en el apartado referido a los afectos”, confesará la hija).
La novela tiene un título poco comercial que, sin embargo, refleja muy bien la forma de la escritura y que, al mismo tiempo, simboliza la reconstrucción de unas vidas tanto en lo literario como desde el punto de vista humano. En una primera parte, la narradora entrega fragmentos en los que, de forma distante –y aparentemente objetiva– describe la enfermedad del padre y cómo interfiere en la realidad común. Lo hace desde su punto de vista, a menudo transmutada en niña o adolescente.
No es fácil exponerse como lo hace, contar una realidad con nombres y apellidos cuando cualquier vecino puede recordar los hechos y a las personas que se retratan
Así, relata la humillación, la falta de compasión, el trauma e incluso el odio, mientras entrevera esos recuerdos lejanos con otros, también íntimos, de un tiempo más cercano, cuando, ya convertida en madre y con un acontecer vital independiente, reconstruye los hechos. Y muestra con sencillez cómo, mientras tanto, fluía la existencia: cómo prosperaba el negocio familiar, cómo se sucedían las vacaciones en Benicàssim, cómo se padecían los años del plomo en Rentería y cómo el monte Jaizkibel, varado en su preciso lugar, era (es) una presencia ineludible y reconfortante.
Después, el relato se transforma en una carta al padre desde la que se hacen preguntas, se rinden cuentas y se busca restaurar el amor que la torpeza y la rigidez impidieron exhibir en otro tiempo. Los mensajes de un joven enamorado, encallado en la mili de Ceuta, revelan un pasado remoto en el que todo estaba por hacer. Finalmente, la hija, heredera de su inteligencia narrativa y con una sensibilidad suprema, es capaz de mostrar los matices y los pliegues del dolor para cerrar una obra hermosa y estremecedora.