Secuencia 1. Parador de Cádiz. Interior. Manolo Gutiérrez Aragón (Torrelavega, 1942) se acerca a la ventana de su habitación del Parador, estos días invadido por académicos, escritores y periodistas que velan libros en vísperas del Congreso de la Lengua Española. Frente a él se mece el mar. Mientras espera una llamada desde Madrid, el protagonista, que no aparenta su edad, recuerda los aplausos que anoche recibió su montaje teatral de La vida perra de Juanita Narboni.
De eso le gustaría hablar, claro que sí. ¿Le considerarán ahora los dramaturgos uno de los suyos? Quién sabe, aunque si algo le ha acompañado toda su vida ha sido la sensación de ocupar el sitio de otro, primero como cineasta y ahora como narrador. La razón de la llamada, sin embargo, es otra: acaba de publicar Oriente (Anagrama), su último libro de relatos... “Vaya, qué puntual”, murmura, mientras contesta al móvil antes de la hora acordada. Empezamos.
Pregunta. La mayor parte de los relatos de Oriente ya se habían publicado: ¿cuál ha sido su criterio de selección?
Respuesta. Bueno, he elegido los que más me gustaban. Hay tres que son nuevos y otros están repetidos, pero todos están algo cambiados, como “El matemático”, porque justamente hace referencia a que los cuentos no se terminan nunca. Lo que ocurre es que al final me he dado cuenta de que, sin querer, he elegido relatos sobre relatos.
P. El último, “Oriente”, da título al libro y es el más personal, ¿no le tienta entregarse de pleno a la autoficción?
R. Pues no, ese es el que habla de mi abuela, Agustina Aragón, pero pienso que cualquier novela tiene algo de autoficción, así que hacerla con nombre y apellidos conocidos tampoco añade mucho al arte de novelar.
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P. Si algo distingue los relatos del libro es su surrealismo y el sentido del humor, algo que usted a menudo matiza.
R. Sí, ja, ja. Respecto al aspecto surrealista, eso me pasaba también con las películas. Yo creía que eran realistas, mientras que los críticos decían que yo era un director mágico y surrealista. Y escribiendo esto me pasa lo mismo: yo siempre quiero ser realista, pero se ve que no me sale, me sale surrealista, aunque no es mi voluntad hacer surrealismo para nada. Tal vez mi visión de la realidad sea surrealista a mi pesar. Porque con los relatos me pasa lo mismo, mi voluntad también es realista pero se ve que no, que la mía es una mirada por detrás de las cosas y por detrás de las cosas se llega más hondamente a ellas que si te las pones de frente. Pero a mí no me gusta mucho reflexionar sobre mis propias obras porque creo que eso las estropea.
P. ¿Y el humor?
R. Supongo que también viene en el mismo paquete. No puedo evitar el humor, aunque a veces me han recomendado amigos muy cercanos que utilice el humor pero que no sea sarcástico, porque al final el sarcasmo nos puede conducir a un sitio al que no quiero ir, que es el cinismo. El humor es distanciarse de las cosas, y sobre todo de uno mismo, y no tomarse demasiado en serio.
P. Por cierto, ¿para cuándo, entonces, su libro de memorias? ¿No cree que sus espectadores y lectores nos merecemos conocer todo lo que ha visto y vivido?
R. Pues pronto, pronto. La verdad verdadera es que ya está escrito, pero no lo he entregado aún a la imprenta porque siempre hay algo que quiero poner o modificar. El problema (y esto es solo para los lectores de El Cultural) es que me he dado cuenta de que mi libro de memorias está tan ficcionado como mis películas o mis novelas, o sea, que tiene relatos dentro que, sin dejar de ser verdad, son ficción. Y, por otra parte, películas mías como Demonios en el jardín son un poco testimoniales, así que anda todo algo revuelto pero no confuso.
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P. Volviendo al libro, casi todos sus relatos transcurren en teatros, en cines o tienen que ver con espectáculos: ¿los escenarios son quizá para usted donde mejor se combinan ficción y realidad?
R. Seguramente sí. Como todos representamos algo en la vida o nos hacemos pasar por alguien distinto… Uno tiene siempre la conciencia de estar representando algo que no es. Y con la literatura me pasa un poco lo mismo.
P. ¿Y con el cine?
R. Desde luego. Cuando ingresé en la Escuela de Cine yo en realidad quería ser escritor. Entonces Manolo Gutiérrez (que aún no era Aragón) era un joven escritor en ciernes que no pudo matricularse en Periodismo, así que para ver películas, pero solo para ver películas, ingresé en la Escuela de Cine. Éramos muchísimos, unos doscientos candidatos para cuatro plazas para la especialidad de director, y una fue mía porque había que hacer un guion, y escribir se me daba bien. Quizá por eso, mis compañeros de clase me miraban mal y creían que con suerte llegaría a ser guionista, pero no a director, porque yo no era del cine, era de la literatura.
“Siempre me he sentido un usurpador, como cineasta y como narrador”
P. ¿De ahí lo de sentirse un usurpador?
R. Claro, sentía que estaba ocupando el lugar de otro más dotado y con más vocación de ser director de cine que yo. Nuestros profesores eran Carlos Saura, José Luis Borau, Miguel Picazo, y tenía compañeros de clase como Antonio Drove o Claudio Guerín, excelentes directores que no lograron hacer buenas películas porque desaparecieron antes, pero yo tuve suerte y me coloqué en el cine, sintiéndome siempre un poco usurpador. El problema fue que cuando ya decidí dejar el cine y volví a la literatura, me convertí en un director que escribía ficción. Vamos, que nunca he estado donde me correspondía.
P. De todas formas, ¿por qué abandonó el cine?
R. La verdad es que lo abandoné antes de que fuera demasiado tarde, porque las condiciones de producción estaban cambiando, se estaba reduciendo el número de semanas de los rodajes y también el público era distinto. Yo recuerdo que amigos como José Luis Cuerda o Mario Camus me preguntaban: “Manolo, ¿por qué te vas, si tú puedes hacer la película que quieras, estás enfadado por algo?”, y yo les decía que no, que aunque ellos creyeran que aún podía hacer mi cine, sospechaba que ya no, y que antes de que eso sucediera, me iba yo.
Fue una retirada estratégica. Mi error fue contarlo, tenía que haber adoptado una postura más discreta, pero bueno, no es para siempre. Este año, por ejemplo, se han visto películas como As bestas, de Rodrigo Sorogoyen, y eso me ha reconciliado con el propio cine que yo hacía, me ha demostrado que se sigue pudiendo hacer aquellas películas nuestras. Porque hubo un momento en el que el propio Carlos Saura me decía que él hoy no podría hacer La prima Angélica o Cría cuervos, porque iría con su guion a una de las televisiones, que son las que ahora mandan, y no querrían hacerlo. Y eso es lo que yo también pensaba, que cómo iba a rodar ahora una película como Demonios en el jardín o Habla mudita, si me van a decir que no, y eso no, eso no…
“Una película como 'As bestas', de Sorogoyen, me ha demostrado que se sigue pudiendo hacer ese cine nuestro”
P. ¿Pero no echa de menos nada? ¿Cuál era la parte que más disfrutaba de hacer una película?
R. Pues seguramente el trabajo con los actores. Fue con lo que más disfruté, porque la técnica está al servicio de lo demás, de la idea y de la creación y aunque lo más importante de una película sigue siendo el guion, a la hora de rodar tiene mucho mérito el trabajo físico con los actores. Yo lo que no sabía cuando era pequeñito es que en el cine la resistencia física es tan importante como la creatividad. Debes tener una gran resistencia física y un nivel de exigencia para ti y para los demás muy alto, cruel a veces, porque has trabajado seis, ocho horas y tienes que pedir a los demás y obligarte sobre todo a ti mismo, a seguir rindiendo, no puedes bajar el nivel de exigencia contigo y con los demás, eso no es tolerable.
Aunque la gente se cree que lo dice en broma, cuando Spielberg afirma que lo más importante para un director de cine son las botas, es verdad, porque un calzado cómodo te mantiene ahí de pie, desafiando los elementos y el cansancio. Para poder crear hay que tener una cierta fuerza, no solo tener ideas sino resistencia. Y eso no se explica nunca en las escuelas de cine.
P. ¿Qué le prestaba el narrador al cineasta y que le presta ahora el cineasta al narrador?
R. En el cine fue decisivo mi aprendizaje literario. En realidad creo que lo más importante para un cineasta no es haber visto las películas de Ford o de Renoir, sino haber leído, por ejemplo, La montaña mágica. Vamos, que malo es aquel oficio que se nutre solo de sí mismo, porque eso te lleva a la decadencia; tú tienes que nutrirte de la vida y de las otras cosas que no son las de tu oficio. Por eso, para mí, como narrador cinematográfico la literatura ha sido decisiva. Y luego, cuando me hice novelista, suponiendo que algún día me acepten como tal, el cine me da intensidad porque construir un guion tiene unas leyes narrativas muy duras, y que desde luego están muy bien aplicadas a la literatura.
“Debemos reivindicar la Transición, en España no ha habido tantos ejemplos de entendimiento nacional”
P. ¿A qué leyes se refiere?
R. A las que hacen que se mantenga el interés y la emoción a lo largo de todo el relato. Lo que encuentro en la novelística española es que las primeras 40 páginas siempre están muy bien, pero luego, a menudo, las 150 restantes ya no están tan bien construidas, es como si las ideas y la imaginación se hubieran ido todas a esas primeras páginas. Y en un guion no puede ocurrir eso, tienes que mantener la intensidad hasta el final.
P. Estos días ha puesto de nuevo en escena La vida perra de Juanita Narboni, de Angel Vázquez. ¿Cómo nació el proyecto?
R. Es un encargo de Javier Rioyo para el Instituto Cervantes de Tánger. Es curioso, se trata de una novela que nunca fue un best seller pero que ha atraído mucho a la gente del cine (existen dos versiones cinematográficas, una de Javier Aguirre y otra de la directora marroquí Farida Benlyazid). Nunca se había hecho en teatro, y la verdad es que me atrajo muchísimo, quizá porque creo que ahora ese libro no tendría encaje, porque eso de decir que te ha engañado tu novio maricón, o hablar con desprecio de ti misma o de tus amigas va en contra de lo correcto. Pero se agradece mucho una voz así, que hable con una libertad que tanto se añora.
P. Hablando de libertad, ¿qué opinión le merece la clase política española, tiene tan poco nivel como algunos dicen, también en esto vamos a menos?
R. Bueno, es un hecho, claro que sí, pero ocurre en casi todos los países, piensa en Estados Unidos, en Francia o en Inglaterra. Aquí no hemos venido tan a menos porque tampoco veníamos de gran cosa, pero la política ya no atrae a la gente joven, que la ve con mucha distancia. Está claro que mientras que los romanos consideraban una obligación moral dedicarse a la política, hoy parece que toda la política es inmoral. El problema es que los regímenes que son más morales son también los más autoritarios.
P. ¿Es de los que cuestionan la Transición?
R. No, no, yo valoro y mucho la Transición, creo que fue modélica. Ten en cuenta que no solo se trataba de una cuestión política o social, también fue económica, y se establecieron los Pactos de la Moncloa para sacar al país de la crisis económica. Por supuesto que hubo que tragar con muchas cosas, pactar muchísimas cuestiones, pero fue positivo para todos. Yo creo que hay que reivindicar siempre la Transición porque en España no ha habido tantos ejemplos de entendimiento nacional. Sería un verdadero suicidio pretender que fue un error. Es cierto que el dictador murió en la cama, pero la dictadura murió en la calle, el lugar donde conquistamos la democracia y la libertad.
“Unidas Podemos tiene poco que ver con mi PCE, aquella era una izquierda ilustrada que buscaba la excelencia”
P. Fue militante del PCE pero lo abandonó al legalizarse en 1977: ¿queda algo de aquellos viejos sueños de la Transición en Unidas Podemos?
R. No, ten en cuenta que aquella era una izquierda ilustrada que de alguna manera buscaba la excelencia en todo, en las artes y en la política. Yo no veo ahora nada de eso en Unidas Podemos, nada, pero vamos, como también tengo una concepción dialéctica del mundo comprendo que Podemos, con todos sus errores y la poca simpatía que me inspira, es absolutamente decisivo para la política, y sus disparates son absolutamente necesarios para que esto funcione, aunque sean eso, un despropósito, las leyes les salgan al revés de lo que pretenden y sean en general muy antipáticos, pero su función es la que hacía antes el Partido Comunista.
P. ¿Le preocupa el auge de los populismos en toda Europa?
R. Por supuesto, porque me temo que esos populismos acabarán en una deriva autoritaria. El populismo acaba siempre en autoritarismo, no sé cuál ni de qué signo, pero eso se ve venir.
P. Y hablando de luchas cainitas, ¿por qué la izquierda, cada vez que utiliza el adjetivo unidas, o el verbo sumar, parece desunirse un poco más?
R. Sí, parece que quieren arreglar con una palabra lo que la realidad y ellos mismos han desarreglado. Bueno, la izquierda es pensante y muy autocrítica, y todas las izquierdas siempre, desde Grecia, han estado más enfrentadas entre sí que las derechas entre sí, eso es una constante histórica que no debería sorprendernos demasiado.
P. ¿Qué aporta usted a la Real Academia, como hombre de cine y narrador?
R. Bueno, ellos sabrán. Hombre, tú ten en cuenta que lo suyo es que en la Real Academia Española estén representadas todas las artes, por eso siempre echo de menos que no esté representada la música. Hay un buen equilibrio inestable entre filólogos y escritores, un equilibrio inestable que resulta bueno, porque los narradores suelen ser más creativos y menos rigurosos y los filólogos aportan el rigor. Hay historiadores, latinistas, poetas… ¿Por qué un músico no?
“En la RAE hay un buen equilibrio inestable entre filólogos y escritores, pero echo de menos que haya un músico”
P. Ahora que hablamos de la Real Academia Española, ¿se había dado cuenta de todas las guerras subterráneas que al parecer se viven todos los jueves entre unos y otros, y de las peleas con la Fundeu y el Instituto Cervantes?
R. No, no era muy consciente, pero esas discusiones son debates académicos, con toda la fuerza que tiene ese adjetivo, académica, añadida a la palabra discusión.
P. ¿Y qué le parece el lenguaje inclusivo, innecesario o una cuestión de justicia?
R. El lenguaje inclusivo es absurdo e inútil, está impostado. Son decisiones ideológicas, no filológicas, y todo lo que sean decisiones políticas impuestas sobre el lenguaje siempre es un error. Porque no responde a las necesidades expresivas de la gente sino a la ideología de género. Lo bueno es que este tipo de modas suelen durar poco. ¿Quién se acuerda hoy de los nombres de los meses que se impusieron durante la Revolución Francesa? Afortunadamente, la fuerza de la expresión personal acaba con la ideología del lenguaje.
P. Para terminar, ¿solo, con o sin acento?
R. Soy partidario de la simplificación ortográfica, y lo escribo siempre sin acento. Es cierto que los creadores siempre necesitan dar énfasis a las palabras y prefieren los acentos, pero esto de la ambigüedad… existe muy pocas veces.
Académico de la Española y de la Real Academia de Bellas Artes, Manuel Gutiérrez Aragón (Torrelavega, 1942) debutó en 1973 con Habla, mudita, Premio de la Crítica en el Festival de Berlín; después vendrían Camada negra (1977), Oso de Plata a la mejor dirección; El corazón del bosque (1979), Maravillas (1980), Demonios en el jardín (1982) y La mitad del cielo (1986), entre otras. En 2009 ganó el Premio Herralde con su primera novela, La vida antes de marzo, a la que siguieron Gloria mía (2012), Cuando el frío llegue al corazón (2013), El ojo del cielo (2018) y Rodaje (2021).