“España, tierra de reyes e hidalguía, cien tabernas y una librería”, decía Emilio, el abuelo de Ramón Andrés. “Era muy fino”, apunta el escritor y musicólogo precisamente en una librería –Walden– de Pamplona, por la que suele pasarse para cargar las alforjas cuando se acerca a su ciudad natal desde Elizondo. En la capital del valle del Baztán se ha hecho fuerte ante el asedio del ruido incívico del turismo, los aquelarres políticos de “esta península extraña y melancólica”, la polución ambiental y la especulación inmobiliaria. En Barcelona, donde desembarcó con 17 años por los negocios textiles de su padre, sufrió una tormenta perfecta que aunaba todos estos detestables elementos. Y en 2017 huyó al campo, como su admirado Montaigne, al que le une la mirada invariablemente escéptica.
Daniel, su amigo librero, después de echar la mano con reciedumbre norteña, franquea el paso en la entrada. Andrés comenta con él la marcha de alguno de sus títulos, como El mundo en el oído, que ha alcanzado la quinta edición. ¿Quién le iba a decir que sus libros se defenderían tan bien cuando Jaume Vallcorba le abrió de par en par la editorial Acantilado? “Se lo debo todo. Era el único editor que se atrevía a editar cosas que eran aparentemente un despropósito comercial, como mi libro sobre la biblioteca de Bach”.
En un acogedor rincón entre la tienda y la trastienda, con un par de sofás, se desarrolla La Conversación. Andrés encubre su alma de eremita con la prenda icónica del existencialismo francés, el jersey negro de cuello vuelto. Habla sin alzar la voz ni un instante. Las rayitas verticales de la grabadora, que reflejan los decibelios, apenas se levantan unos milímetros durante una hora y media. Porque se puede llamar a la subversión (contra un progreso triturador de esencias humanas) sin gritar.
Pregunta. ¿Viene de buena gana a Pamplona, a la ciudad, o le da pereza suspender sus rutinas rurales?
Respuesta. Si soy sincero, he de decir que un poco a regañadientes. La carretera, además, aunque la han mejorado, sigue siendo peligrosa. Tiene mucho tráfico de camiones por la frontera con Francia. Ves matrículas de Lituania, de Austria, de Hungría… y hasta de Turquía. Me he acostumbrado a la lentitud y al silencio, que era lo que necesitaba. El trato con los vecinos es cordial. Fíjese: después de tantos años en Barcelona, ahora me costaría mucho vivir incluso en Pamplona.
P. ¿Cree que las ciudades envilecen a las personas?
R. Sin duda. Nuestra tendencia al mal es una constante, vivamos en la ciudad o en el campo, pero en las ciudades las mentes devienen laberínticas.
P. ¿En el sentido de más retorcidas?
R. En el sentido de más neuróticas, estoy convencido.
P. Aparte, desconectan a sus habitantes de la naturaleza. Hay que ver qué cabreos se cogen cuando llueve dos días seguidos.
R. No solo eso, se produce también una desconexión del prójimo, que cada vez es más una abstracción. Los demás son un telón de fondo en paisajes de cartón piedra.
P. En Madrid no ha caído ni una gota en lo que llevamos de mes [la entrevista se realizó el 21 de abril]. ¿Qué tal por Elizondo?
R. Pues estuvo lloviendo una semana seguida. Paró hace tres días.
P. Alivia escuchar algo así.
R. Sí, pero ahora se superan en verano los 40 grados. Eso no pasaba antes.
“No me importa que me llamen reaccionario. Sé que no lo soy pero tampoco soy un enfermo del progreso”
P. Desde su atalaya privilegiada, se recrea observando las aves migratorias. ¿Ha notado algo raro últimamente, alguna especie que falte, o que sobre, o que llegue a destiempo?
R. Las aves llegan cada vez más tarde. Este año, por ejemplo, la paloma ha venido tardísimo para desesperación de los cazadores. El cambio climático se nota sobre todo por el viento. Baztán era un lugar sin viento y ahora tenemos uno tremendo que arranca robles de 300 años.
P. El viento a usted le turba particularmente, ¿no?
R. Sí, desde niño me ha desazonado, no sé explicar por qué. El clima, en general, me afecta mucho. Me cuesta aguantar el sol. Más de tres días con sol me angustian. Soy más de lluvias lentas y nieblas. Asumo que quizá esto es un poco raro.
P. Vaya, que no le vamos a ver en la playa de vacaciones.
R. [Ríe] No, de vacaciones, no. Pero, bueno, un rato de sol a última hora para bañarme... Eso sí.
P. ¿Le consuelan más las polifonías de esas aves de paso o las de Desprez?
R. Son distintas pero unas no existirían sin las otras. Haber aprendido a escuchar muchas voces simultáneamente en la naturaleza nos ha llevado a imitar esas polifonías que, en el fondo, están en nosotros. Lo hemos reducido todo a lo individual pero somos muchos por dentro. La polifonía refleja esa vida interior.
P. Aparte de Desprez y Bach, ¿qué le recomendaría a esta sociedad tan falta de consuelo? Me remito al incremento de los suicidios (primera causa de muerte no natural) y el consumo desaforado de antidepresivos.
R. Recomendar puede resultar un poco soberbio. Me siento un poco incómodo. Pero sí aconsejaría vivir más despacio y con lo necesario, que ya es mucho. Hay que recuperar nuestra condición de ciudadanos, relegada por la de consumidores.
“La idea cristiana de que esta vida es un valle de lágrimas hace que se menosprecie todavía el presente”
P. ¿Deberíamos comer menos?
R. Pues sí, porque somos una sociedad que come a todas horas, mucho, de manera neurótica. Desperdiciamos una cantidad de comida vergonzosa.
P. ¿Come carne, por cierto?
R. Casi nada, ya desde hace muchos años. No me apetece ni me sienta bien. Ahora está de moda decir esto pero la verdad es que a mí nunca me ha gustado el sacrificio de animales, es añadir sufrimiento al mundo.
P. Durante el encierro pandémico, a los suyos les decía que se abandonaran a la pasividad para contener la angustia.
R. Es que muchas personas no saben desacelerar, nuestra mente es un cepo. Lo de entregarse a la pasividad es una enseñanza oriental y de la mística cristiana medieval. No somos esencialmente seres productores, somos otras cosas también.
P. Lamenta que en occidente no somos capaces de centrarnos en el presente, que siempre miramos al futuro con ambición. ¿Cierto conformismo ayudaría?
R. La idea cristiana de que este mundo es un valle de lágrimas, un paso hacia otro mejor, hace que se menosprecie el presente. Las ideas utópicas del siglo XVI también nos han desplazado de él. Es una gran pérdida. Nuestra sociedad está montada sobre la expectativa, pero el futuro es la muerte. No hablo de un carpe diem sino de un vivir consciente. Desde el punto de vista del progreso, puede parecer reaccionario y triste pero no es así: es saber vivir con lo que se tiene.
“Nunca me ha gustado el sacrificio de animales para comer. Es añadir sufrimiento al mundo”
P. Lo de reaccionario, de hecho, se lo suelen decir. ¿Cómo lo encaja?
R. No me importa. En la derecha hay cosas aceptables, también en la izquierda. Hay que aprender de todo. Yo sé que no soy un reaccionario pero tampoco un enfermo del progreso. No hace falta tanta prisa. ¿Quién nos pone la zanahoria delante? Un sistema perverso y enfermo, que grita a la gente.
P. Se quedó estupefacto cuando supo que en Japón tienen en proyecto un tren que viaja a 2.000 km/h. ¿Es el fin de la espera?
R. La espera es un espacio humano que se ha diluido en nuestro interior. Todo ha de ser inmediato. Nos embarga una continua insatisfacción. Hablando de trenes… El otro día, en un Alvia, una señora mayor que yo protestaba porque no podía cargar el móvil. Yo pensaba: pero esta señora cuántas veces habrá viajado en vagones incomodísimos de los de antes… De esos en los que tardabas, por ejemplo, de Madrid a Sevilla 15 horas. Recuerdo que una vez, de joven, cuando estaba en Movimiento Libertario, tuve que ir precisamente Sevilla. Pues me tocó en el compartimento con cinco guardias civiles [risas]. Olía todo a cuartel.
P. Hay que aclarar, para los que le tildan de reaccionario, que usted no es ningún ludista.
R. Para nada, al contrario: yo admiro a Leonardo Da Vinci, un artista y un técnico.
P. Siempre dice que, de entrada, la técnica no es enemiga del humanismo. ¿En qué momento sí se convierte en una amenaza para este?
R. Cuando se utiliza para el sometimiento. La inteligencia artificial nos puede sacar de muchos atolladeros pero siempre que se aplique bien. Cada avance en la IA es la suma de muchos cerebros, no de un señor oscuro que está conspirando contra nosotros. La técnica, por otro lado, es clave para salvar la naturaleza hoy.
“La IA nos puede sacar de muchos atolladeros. Es la suma de muchos cerebros, no de un señor oscuro que conspira”
P. Tiene un móvil sin alardes, de los de antes. Quizá un ejemplo concreto de la diferencia entre técnica invasiva y técnica aliada es la que hay entre su dispositivo y un smartphone.
R. Hay mucha gente que, cuando lo ve, me dice: esto es lo que tendría que hacer yo. Pues adelante. Yo lo cargo una vez a la semana. Mi conexión con el mundo está en el correo electrónico, y estoy al día de todo. Pero me libro del continuo asalto.
P. ¿Cómo concilia el apartamiento con ese estar al día?
R. Yo vivo en soledad pero no estoy aislado. Me interesa entender qué es esto de la vida, por eso estudio, por eso leo. No es un afán de saber sino de entender. Pero el conocimiento libresco no basta, hay que aprender a mirar y escuchar.
P. Pues le pregunto por un tema de actualidad: la guerra de Ucrania.
R. Es un dolor de fondo, como la de Sudán. Pienso en los jóvenes que caen masivamente y también en que una mayoría son de minorías étnicas y de extracción pobre. Compruebas que la sociedad no avanza. No somos mejores que en el siglo XIV o que en el siglo IV en evolución moral. Somos muy despiadados.
P. Qué desolador.
R. Es que somos lo que somos, por nuestra propia conformación biológica. En un depósito donde caben cinco litros no puedes meter seis. Pero por esto mismo también debemos saber perdonarnos, ser algo condescendientes con nosotros mismos y con el otro. En este sentido, Spinoza tenía razón.
P. Volvamos a aquel tren hacia Sevilla… ¿Cómo era aquel joven revolucionario?
R. La verdad es que nunca creí mucho en la revolución o en cambiar el mundo. Ya entonces era un escéptico a lo Montaigne. Nunca me gustaron las imposiciones e, ingenuamente, pensé que el mundo libertario era el más alejado de ellas.
P. Montaigne ha sido un referente para usted, ¿no?
R. Sí, siempre. Me gustan los escritores que piensan desde la autenticidad, estén donde estén ideológicamente. Kierkegaard era un cristiano muy valioso, que luchó. Nietzsche, también. No fueron especulativos o creadores de sistemas, y eso hace que me sienta cómodo con ellos. Reconozco la grandeza de Hegel o Kant pero siempre he ido por otros caminos. Prefiero pensadores a pie de calle. La filosofía es una búsqueda de la verdad y, si esta no parte de ti mismo, no vas a ningún lado. Y quien dice la filosofía, dice la música
P. Sin embargo, no parece que a ninguna de las dos se les dé mucha cancha en los planes lectivos.
R. Tal y como está configurada su enseñanza es un fracaso, no calan. Yo, de todas formas, no me altero cuando dicen que quieren quitar la filosofía del bachillerato porque un joven no puede entender la metafísica de Aristóteles ni a Kant. Yo me conformo con que cursen una historia del pensamiento: qué hemos pensado en los últimos 2.500 años y dónde estamos hoy, nada más. Eso conduciría mucho mejor a los jóvenes que liarles con la belleza en Platón.
P. ¿Qué echa de menos de Barcelona, aparte de la Biblioteca Nacional, que era casi su casa?
R. En mi juventud, estaban por allí los Biedma, los Goytisolo, los Barral… La gente escribía en castellano y no pasaba nada. Estaban por allí también los artistas visuales, y entre todos había una hermandad que se perdió. La ciudad se ha resentido de esto. De Barcelona no añoro nada, como no añoro nada de ningún lugar. No tengo nostalgia. Si acaso, algún amigo, los paseos por Santa María del Mar y sentarme en las escaleras del puerto.
P. ¿Entonces, en su vuelta a Navarra, la nostalgia no jugó ningún papel?
R. No. Elizondo lo escogí porque es un lugar que conozco de siempre, de una belleza extraordinaria y de gente de una gran bondad. A mí siempre me ha gustado el carácter del norte: pocas vueltas, elemental en el mejor sentido. Esencial, diría.
P. ¿Y el griterío del procés qué peso tuvo en su decisión de salir de Barcelona?
R. Aquello fue extenuante, sí, pero no me fui por eso. Fue por una razón prosaica. Vivía en un piso en el centro y me subieron el alquiler brutalmente. Yo no puedo pagar, entre unas cosas y otras, dos mil euros al mes. Ahora vivo en una casa de 160 metros cuadrados, con una chimenea y unas vistas a unas montañas maravillosas. Y pago 500. La explicación es rasa. ¿Dónde me iba ir? ¿A los alrededores de Barcelona? Es tierra depredada, como todo el Levante. Las ciudades se las están quedando las empresas.
P. Pero aquella dialéctica tan enconada debía de ser difícilmente soportable.
R. Lo era. Hubo familiares que dejaron de hablarse. Machado se equivocaba: son las dos Españas las que te hielan el corazón, que es peor todavía. Quien dice España dice Cataluña o cualquier lugar de esta península extraña y melancólica.
P. Navarra tampoco está exenta de estas luchas identitarias. ¿Cómo convive con ello?
R. Con el respeto: que cada uno piense lo que quiera pero que nadie me imponga nada. Yo no he sido jamás de ningún partido, jamás. Creo que la democracia hay que plantearla de otro modo porque está generando hoy mucha ignorancia. Hay que hacer reformas porque se ha perdido la capacidad crítica.
P. ¿En qué aspectos hay que aplicar esas reformas?
R. Los partidos condicionan demasiado la praxis democrática. La sociedad hoy se queja pero no sabe cómo canalizar su enfado más allá de con un voto de castigo al que cree que es el partido oponente. Es un proceso muy largo, que empieza por la educación, pero que hay que impulsar porque así no vamos a ningún sitio. Por otro lado, la construcción de la Unión Europea ha sido desastrosa. Se ha constituido como una entidad económica poco comprensiva con algunos países que no estaban en la cima económica. Recordemos lo que pasó con Grecia, que estuvo a punto de ser vendida por trozos. Por enésima vez, Europa no se ha sabido fundar ni refundarse.
P. Frente a estas luchas identitarias, la música puede ser muy útil: la armonía es la conciliación de elementos dispares o contrarios. ¿Habría que poner más a Bach en los parlamentos españoles?
R. Sí, la música siempre une, salvo que hagamos himnos con ella.