Al terminar La figura del mundo, el libro que Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) dedica a la figura de su padre, lo primero que registro como lector es la emoción que me han provocado los paralelismos entre lo que cuenta el autor y mis propias experiencias de hijo que tuvo que despedir a su progenitor no hace mucho.
He aquí una confesión íntima: el tema “me toca” de lleno. Y ya sé que el argumento de que un crítico “se identifica” con algo no suele tener demasiado valor, pero esta vez parece oportuno decirlo, primero, porque sospecho que la sensación será compartida por otros lectores, dado que no responde tanto a las circunstancias que narra Villoro como a las raíces de las preguntas que plantea en torno a los vínculos, la memoria o las paradojas humanas; y segundo, porque el gran mérito de su escritura reside precisamente en enhebrar sentimientos en conceptos, con una elegancia pudorosa extraordinaria (difícil de imaginar en un escritor español, me temo) que está lejos de querer forzar en nosotros una identificación visceral o lacrimógena.
Poco hay aquí de las etiquetas que está de moda aplicar a lo autobiográfico: “brutal”, “salvaje”… En cambio, esta es una conversación casi crepuscular en la que amar se traduce en intentar comprender.
La figura del mundo (me) conmueve, sí, y lo hace sin olvidar ni por un momento que la literatura no es efluvio emotivo ni una terapia abierta al público en gesto narcisista, sino imaginación inteligente que reorganiza lo que hay de universal en lo individual (y a salvo de solemnidades pedantes, tampoco olvida que la inteligencia sabe temblar de ternura).
Además, la figura de Luis Villoro presenta dos aspectos que le exigen un esfuerzo racionalizador-analítico al autor-hijo: su profesión de filósofo y su condición de personaje público relevante en el panorama político-cultural de su país durante varias décadas. Por eso, estamos ante un texto de pensamiento, con un pie en lo concreto y otro en lo abstracto, solo que Juan Villoro piensa a base de encontrar vidas en las ideas e ideas en las vidas, sin desajustes que entorpezcan su encuentro natural.
El caso es que La figura del mundo adquiere sentido y coherencia plenos gracias a este tono sutil tan logrado, porque la relación entre vida e idea también fue clave en la trayectoria de su protagonista: es decir, que el estilo literario del hijo establece una hermosa correspondencia con el estilo vital del padre. ¿Y quién fue este último? Pues bien, Luis Villoro nació en Barcelona en 1922 y se trasladó a México huyendo de la guerra civil española; se divorció y volvió a casar varias veces con sucesivas mujeres; hijo de familia rica, pronto desarrolló una intensa mala conciencia de clase y desde entonces trató de actuar en consecuencia; en definitiva, fue un hombre atento a los dilemas morales que despiertan la desigualdad y la convivencia colectiva.
Como pensador, creyó en el cuidado de lo comunitario desde un compromiso de izquierdas. Se la jugó durante el violento 68 mexicano, pero se salvó de la cárcel, la tortura o la muerte, una aparente buena fortuna que a él se le clavaría para siempre en el pecho en forma de culpa, muy típica entre quienes sobreviven a sus compañeros de causa. Se dejó fascinar por el subcomandante Marcos sin necesidad de suspender su sentido crítico. El héroe zapatista acabaría por representar el papel medio fantasioso de hijo y hermano para los Villoro, una mezcla de espejo y esperanza, un interlocutor capaz de gestar Acción a partir de la intuición intelectual: era inevitable que semejante destino los apelara.
Hasta aquí me he limitado a ofrecer un recuento brevísimo de las peripecias de Luis Villoro que se recogen en La figura del mundo. Un apunte: la suya fue una biografía tan ligada a la historia reciente de México (pese a sus contactos con España) que, de primeras, quizás el libro resulte demasiado “mexicano” para los lectores europeos menos interesados por aquella sociedad… A esos lectores les sugeriría, por un lado, que se diviertan imaginando ecos de su realidad cercana en el país latinoamericano que Villoro dibuja a sabiendas sirviéndose del ejemplo paterno; pero, sobre todo, que no pierdan de vista el asunto central de sus páginas: el difícil reto que toda persona afronta de lograr habitar “la [propia] vida como obra [propia]”. En definitiva: el reto de decidir qué consideras correcto y luego sostener esa decisión día a día.
Este ensayo-memoria-narración revisa cómo demonios se concilian convicción, consciencia y carácter
Y es que más allá de lo anecdótico, este ensayo-memoria-narración trenza diversas cuestiones que se resumen en una, a saber, cómo demonios se concilian convicción, consciencia, carácter y reconocimiento del Otro. Cómo combinar el deseo de coherencia y la imposibilidad humana de ser coherente por completo. Y cómo y por qué reivindicar la memoria de un hombre. Juan Villoro responde: “Mi padre fue contradictorio [...], y esas contradicciones valieron la pena de ser vividas”.
La cita sintetiza medio libro, y el otro medio cabe en esta otra: “Escribir se convirtió [desde joven] en una permanente carta al padre”. O en esta: “Mi padre era el desconocido de la familia, la persona que debía ser investigada”. ¿Cuántos podríamos decir lo mismo? A partir de estas coordenadas se reivindican todo tipo de asuntos derivados: la memoria, la infancia, el desarraigo, el poder, el efecto que el presente ejerce en el pasado y el futuro, la mitología del fútbol… En un capítulo ingenioso se nos habla no de la biblioteca del protagonista, sino del modo en que se desprendió de ella. Un acorde constante recorre el conjunto: lo mucho que se parecen la lealtad y la superación del padre.
Y entonces llega el Epílogo, y en él emergen la madre y la posibilidad de un amor que se transforme con el tiempo, generoso. Décadas después del divorcio, el narrador descubre que la madre conserva un altarcito (fotos, objetos…) consagrado al antiguo esposo… Aunque no exactamente, aclara ella: “Es para mi amigo el viejito, no para la persona con la que me casé”.
Que sea una mujer quien encarna los cuidados y los afectos resultaría un cliché anticuado si no fuera porque responde a una verdad privada pero también generacional y, sobre todo, porque su lección debería iluminar nuestro presente compartido de vínculos perecederos.