De un título así solo es posible intuir el aliento poético que envuelve el libro. Un lector avezado quizá adivine que no pretende una historia común. Por si sirve de ayuda, podemos adelantar que se trata de un relato singular en su forma y en el material narrativo del que se nutre; testimonial, en cierto modo, pues su sustancia trata el proceso de transitar por la vida para recuperar algo perdido y volver, así, al origen; original, por la manera de hacernos transitar por las etapas del tiempo y la memoria evocada.
En ese proceso, el narrador ambiciona fundir la experiencia de la insatisfacción y la nostalgia con el hallazgo que siempre representa dar salida al desasosiego a través de la escritura. ¿Con qué fin? Con el de ofrecer la peculiar peripecia vital de un hombre llamado Manga Ranglan, alter ego del autor, Eduardo Iglesias (Donostia, 1952, “autodidacta confeso e irredento”), quien ya en 1992 puso su nombre a una novela ambientada en el Nueva York de 1980 (tras la que vinieron más títulos: Tormenta Seca, El Tercer Nombre, Los Elegidos…)
Este personaje, que es el de entonces pero ya no es el mismo, lleva (como su autor) años leyendo y escribiendo ficción: cuentos breves, relatos más largos, experiencias de viajes, de ciudades inventadas, de cuestiones sociales en las que gusta de tomar partido. Sus únicas verdades son su paisaje y la memoria. En sus historias, su vida y lo que cuenta están íntimamente relacionados.
También aquí. Esta parece la de un hombre de edad avanzada, abrumado por la presión del tiempo y el espacio en el que habita. Un hombre con un historial de derivas que le han conducido hacia un estado de ánimo pusilánime que solo logra proyectarse en la lejanía de un lugar utópico, una suerte de Ítaca en su Euskadi natal, llamada Lekuona. “Esta historia ocurrió en un tiempo a la deriva, perdido en los tiempos del tiempo…”, leemos en una página inicial, a modo de palabras que preceden a la lectura,
Parece escrita para confundir –pensamos–, o para prevenir, en cierto modo, sobre la confusión que animó a su escritura.
Ahogado en la ciudad, sumergido en su heterodoxia y la necesidad de escribir para encontrar, si no respuestas ni salidas, sí un espacio para el delirio de la imaginación, Manga Ranglan vive la nostalgia de lo no vivido, de lo no hecho, de la inacción en la que vive. Vive entre “destartalados” estados de ánimo, en perpetua disputa con su alteridad. Una noche, cuando sale a tirar la basura, se encuentra con una enigmática mujer. Fascinado, intenta seguirla, y adivinar algo más de ella.
Aunque no es la única vecina de excepción, también hay un joven de quince años y su padre en silla de ruedas. En ese proceso sale de su estado de letargo y toma decisiones como la de actuar desinteresadamente para sentirse más humano, más libre. Se desprende de sus libros, vuelve a la lectura de los clásicos, abraza el nihilismo, se acoge al estoicismo.
Las únicas verdades de Manga Ranglan, alter ego del autor, son su paisaje y la memoria
Él es su propio personaje, el tiempo y la memoria son sus temas y su argumento consiste en dar vueltas a lo cotidiano y moverse por los confines de la imaginación y la ensoñación. Vive el peor de los pecados que un hombre (según Borges) puede cometer: no ser feliz. Y acciones como escribir le ayudan a saltar de una realidad a otra, de un recuerdo a otro. Le ayudan a redimirse, porque escribiendo es posible sacarse de encima “el secreto de los días”, que tanto pesa.
Ahí reside la trama esencial de este título evocador y sugerente: el “viento de la memoria” zarandeando a Manga Ranglan por los suburbios de lo esencial y también de lo intrascendente.