La noche que me acosté con Luis yo todavía era, técnicamente, la novia de Pedro. Tantas veces habíamos hablado Pedro y yo de lo irrelevante de la cronología: qué más da que te dejen y que luego se enrollen con otro, o que se enrollen con otro y después te dejen. Se suele hacer pasar la primera opción –avisar y luego ejercer– como más honesta que la segunda –acometer y luego confesar– pero la cuestión es que en ambos casos la atención del otro, que es lo que nos importa, ya no está puesta en nosotros.
Era la una de la madrugada y el calor aún subía de las aceras de un Madrid recalentado. Acababa de tomar unas cervezas con tres personas que no me caían especialmente bien, pero que eran las tres personas que estaban en Madrid aquel verano. No les conté a dónde iba cuando me despedí. Era miércoles, o jueves, o domingo: no lo sé. Todo era irreal –no me estoy justificando–: amigos que no eran realmente mis amigos, días que no se diferenciaban unos de otros y un calor que lo volvía todo lento, como si la ciudad tuviera la velocidad de un sueño.
Tenía horario de verano en la oficina, así que trasnochaba, madrugaba y después de comer me echaba la siesta en bragas, con las persianas a medio bajar y todas las puertas y las ventanas abiertas, intentando hacer corriente. Dormía al revés, con la cabeza en los pies de la cama, porque desde ahí pillaba mejor el aire que pasaba.
Mis amigos no eran mis amigos, mi horario no era mi horario, mi cabeza del revés en mi cama de siempre, en mi cama de siempre para mí sola, porque Pedro se había ido de vacaciones sin mí. Él me enviaba fotos de la playa y de gambas a la plancha. Yo le respondía con emojis: :) :) :).
Entonces Luis me dijo que si quedábamos. Luis, que se ve que también estaba teniendo un verano irreal: lo había dejado con su novia hacía poco, sus compañeros de piso estaban fuera de la ciudad, estaba buscando trabajo y no tenía ni dinero para irse de Madrid ni nada que hacer en todo el día. Nos habíamos visto cuatro o cinco veces. Teníamos amigos comunes. Nos cruzamos un día por la calle y luego me escribió por Instagram: "oye, pues si vas a estar el verano en Madrid, quedemos".
Quedamos varias veces, tomábamos algo, nos reíamos. ¿Siempre había sido tan gracioso, Luis? ¿Siempre había sido tan guapo?
Quedamos varias veces hasta que quedamos esa vez, después de que yo tomara algo con amigos que no eran mis amigos. Me escocían un poco las ingles porque me las había depilado y el borde de la braguita las rozaba. Caminaba sudando, 34 grados incluso de noche y unas ganas desconocidas, inesperadas, y yo dirigida como un proyectil hasta su casa pensando en algo, en nada, en qué.
Llevaba diez años con Pedro. Diez años sin besar a nadie más. Diez años –quizá ocho– sin sopesar con contenido nervio qué bragas ponerme; diez años –puede que siete– sin mirarme el culo en el espejo del dormitorio, sin mirarme el culo como si me lo mirara otro; diez años –a lo mejor nueve– sin hacer un plan que Pedro desconociese; diez años –diez años, seguro– sin enseñarle el coño a nadie más.
Seis años sin hacer sexting. Cinco años sin drogarme. Cuatro años sin vomitar por beber, tres años sin salir a bailar, dos años sin depilarme. Un año sin follar.
Se abrió la puerta del ascensor y nos saludamos como siempre, me ofreció una cerveza (lo que bebíamos siempre), y todo era igual que siempre, las mismas bromas, las mismas risas. Solo que Pedro, no. Pedro borrado de la conversación. Pedro que esa noche no existía. Compartimos la lata de cerveza, al principio cada uno en una esquina del sofá, luego un poco más cerca, y en algún momento la cerveza a medias y los dos besándonos, y era otra mano la que me bajaba las bragas, y era otro gesto el que me miraba, y algo nuevo había salido de alguna parte pero yo era otra, y al ser otra con Luis no sentía que estuviera engañando a Pedro, porque la novia de Pedro no gime así y la tía que se está acostando con Luis, sí.
Todo era irreal: amigos que no eran realmente mis amigos, días que no se diferenciaban unos de otros y un calor que lo volvía todo lento
Follamos empapados en sudor –34 grados incluso de noche–, con el ventilador de plástico apuntándonos. Al acabar fui a por un vaso de agua, mientras él dormitaba, y me paseé por las habitaciones vacías de sus compañeros de piso, observé los cuadros y las estanterías, abrí algún cajón. Testigos que no estaban. Un verano lleno de fantasmas. Todo irreal.
Entonces llegó septiembre y volvieron mis amigos verdaderos, sus compañeros de piso, el horario a jornada completa, la almohada en la cabeza de la cama. Volvió Pedro. Qué tal estás, cómo estás, me dijo entrando por la puerta moreno y cariñoso y cero erótico, tierno y en absoluto sensual, y "si quieres preparo tu ensalada favorita para cenar", pero esa ya no era mi ensalada favorita porque yo no era la persona que Pedro había dejado en Madrid el 2 de julio, la persona a la que le gustaba la ensalada con queso feta y nueces, de hecho el queso feta ahora mismo me parecía asqueroso, yo no era esa ya, y "qué guapa estás, ¿es nuevo ese vestido?", pero este vestido no es nuevo, es un vestido que no me ponía desde hacía once años, es el vestido de siempre de la persona nueva, de la tía que gime distinto y que bebe cerveza directamente de la lata, de la mujer en que me estoy convirtiendo: la nueva novia de Luis. Cualquiera que se fije sabrá que la nueva novia de Luis ha tenido este vestido desde siempre, desde el mismo día en que empezó a ostentar su cargo.
–¿Pasa algo?
Sentía que llevaba el pecado escrito en la cara y Pedro no se daba cuenta. Pasan muchas cosas, Pedro. Doce horas desde el último beso de Luis. Cuatro horas desde la última compra de un sujetador nuevo. Dos horas desde la última foto semidesnuda enviada. El teléfono sobre la mesa, un teléfono que no para de recibir mensajes, un teléfono colocado bocabajo.
–Hace mucho calor. ¿Bajamos a tomar algo?
Y bajamos a tomar algo, él un vino blanco y yo una caña, y tuve que tomármela entera antes de empezar a explicarle que esto no era lo que él creía, que en realidad ya no se estaba tomando una caña conmigo, que se estaba tomando una caña con la nueva novia de Luis, y que ciertamente no parecía que tuviera sentido que él viviera con la novia de otro, y él miró al suelo y luego al horizonte y dijo "desde cuándo", y yo dije "qué más da", y él insistió "desde cuándo" y yo me eché a llorar porque ni siquiera yo sabía cuándo dejé de ser yo y empecé a ser otra, y porque, además Pedro sabía perfectamente –lo habíamos hablado tantas veces– lo irrelevante que era la cronología.
Marta Jiménez Serrano
Accésit del premio de poesía Adonais con 'La edad ligera' (Rialp, 2021), Marta Jiménez Serrano (Madrid, 1990) deslumbró con su debut en la novela 'Los nombres propios' (Sexto Piso, 2021). Este año ha publicado un jugoso libro de relatos: 'No todo el mundo' (Sexto Piso, 2023). Fue seleccionada para la residencia de escritores en la Cité Internationale des Arts en París, ha colaborado en diversas revistas literarias e imparte talleres de escritura en Madrid.