¡Qué valiente es el nuevo libro de Elisa Victoria (Sevilla, 1985), y qué bien le sienta la concisión! Digo “valiente”, entendámonos, en los sentidos en que tal adjetivo tiene valor al hablar de literatura: estilo, estructura, tema, juego con las expectativas que su obra anterior pudiera provocar…

Otaberra

Elisa Victoria

Blackie Books, 2023. 186 páginas. 21 €

Moviéndose entre varias voces, de la primera a la tercera y tiro porque me toca mediante un teatrillo de títeres infantiles (esos calcetines parlanchines que, siendo tan ingeniosos y memorables, ni siquiera son lo mejor del libro), Otaberra es una novela muy triste y muy contenida acerca de dos asuntos nucleares: el tiempo (o, si se prefiere, su mejor sinónimo: la pérdida) y la culpa.

Al principio, cuando conocemos a la protagonista, lo que vemos en ella es una mujer todavía joven, inteligente, brillante incluso, a la que asedian ciertos rasgos psicológicos dolorosos, una mezcla de introversión y tendencia a disociar que la aleja de la vida social mientras se enrosca en gestos taciturnos. Elisa Victoria perfila el retrato en base a matices o movimientos cotidianos bien definidos, de observación exacta, dramáticos dentro de lo contenido, dirigiéndolos hacia una confesión perturbadora que cierra la primera parte de Otaberra: “Hace mucho que sé que desaparecer iba a suponer un alivio”.

Para comprender a Renata, la novela nos tendrá que transportar a 1989, es decir, al territorio de la adolescencia, que es, por cierto, una de las grandes especialidades de la autora (bueno, veamos: infancia, primera juventud… En realidad, Elisa Victoria es una auscultadora privilegiada del arco completo de la formación del carácter individual y de sus conexiones en sociedad).

Para no revelar más de lo necesario, digamos solo que la clave radica en su amistad con un compañero de clase cuya sensibilidad especial lo hace impopular en el aula y en el pueblo, marcado por el signo del prejuicio. Su destino juntos, pero también el de cada uno por separado, abrirán las puertas a algunas de las mejores páginas que ha escrito la autora de El Evangelio, pasajes que hacen del tiempo materia densa, herida en bucle…

Elisa Victoria es una auscultadora privilegiada del arco completo de la formación del carácter individual y de sus conexiones en sociedad

Y asunto moral, como se percibe en una escena importante que transcurre en la Iglesia, con todo el pueblo de protagonista. Casi me entran ganas de decir que Victoria es, a su pesar, una escritora católica. Fíjense: la culpa partiendo una vida por la mitad, una misa instituida en escenario esencial o, de modo más secundario, el revoloteo sobre el texto de conceptos como “hereje”, “mártir”… Bromas aparte, hay algo indudable: el calado ético del tratamiento que confiere a su material.

Poco a poco, en Otaberra va tomando cuerpo un tercer tema central: la escritura. Solo que la naturaleza de la escritura es compleja y ambivalente en este relato. Conoceremos ejemplos en los que se ejerce con objetivos o resultados diversos, a modo de requisitoria a la memoria, réplica imaginativa a la realidad, alteración curativa del trauma, fijación de una verdad, manifestación de una primera persona confesional, indagación en tercera persona de la alteridad…

[Elisa Victoria y el sombrío evangelio humano]

La apariencia sencillísima (y alérgica a lo teórico) de la novela es compatible con una especial riqueza en el tratamiento del acto de la escritura, lo que nos conduce a un juego de espejos entre voces cuyo sentido no cabe revelar aquí, pero que es muy cautivador.

Otaberra es una novela elegante, sutil y demoledora. Y estaría por decir que es la mejor de su autora, si esa frasecita no fuese un poco hueca.