El libro Escuela o barbarie se ha convertido en una lectura de referencia que ha trascendido el gremio educativo. Un reducto de resistencia ante el asedio al modelo ilustrado de escuela pública de calidad para todo el mundo al que se aferran los que todavía creen en esta herencia de la Revolución francesa. Libertad, igualdad y fraternidad en las aulas, tanto las de los niños y adolescentes como de los universitarios. Que este ensayo haya calado lo prueba que Akal vuelva a la carga con él en una nueva reedición ampliada.
Lo firman Carlos Fernández Liria, Olga García Fernández y Enrique Galindo. Estos dos últimos son licenciados en filosofía y profesores de enseñanza secundaria, con lo que se puede decir que conocen el paño de la evolución (involución) lectiva en nuestro país. El primero es profesor también, pero en la Universidad Complutense. Es uno de los históricamente más populares entre el estudiantado gracias a su carisma y a su seductora tercera vía entre marxismo e Ilustración, que ya intentó difundir cuando ejerció como guionista de La bola de cristal. Aquel programa que inoculó la rebeldía entre los niños ochenteros.
Escuela o barbarie es un alegato desesperado contra lo que los autores califican como "Nuevo Orden Educativo", estatuido a base de dictámenes emitidos por entidades supranacionales como la Unesco que luego acaban plasmados en las legislaciones nacionales. Un ejemplo significativo sería la LOMLOE de la ministra socialista Celaá, que a juicio de Fernández Liria y sus compañeros se introdujo en el BOE en medio del shock de la pandemia con sibilina nocturnidad, “aprovechando la desorientación de la ciudadanía y la debilidad institucional de la escuela”.
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En un documento sobre la materia de la Unesco se podía leer: “Al cambiar la imagen del profesor, de considerarlo como fuente e impartidor de conocimientos a verlo como organizador y mediador del encuentro de aprendizaje, aparecen nuevas competencias que deberán ser los componentes de la nueva función docente”. El docente deja de ser un transmisor de conocimientos para ejercer como una suerte de “orientador” (o un coach, como se dice en la jerga esnob) a cargo de una formación “transversal y psicoafectiva”. Diferenciar entre complemento directo o indirecto o adentrarse en los intríngulis del álgebra son así cuestiones relegadas a un segundo plano.
Fernández Liria viene librando desde hace años una cruzada contra los pedagogos, a los que culpa de haber vaciado las aulas de conocimientos objetivos para sustituirlos por procedimientos. Es un cambio de paradigma que juzga perverso porque el objetivo del alumno no se enfoca ya sobre las materias concretas sino sobre dinámicas para “aprender a aprender” (“enseñar a enseñar” para los profesores). Ese cambio de perspectiva habría tenido efectos demoledores. “Los individuos ya no son instruidos en conocimientos o materias, sino más bien entrenados en competencias, destrezas y habilidades técnicas y emocionales. Lo que se viene llamando últimamente, tanto desde la derecha como desde la izquierda, una ‘educación integral’”.
Demonizar la memoria
La LOMLOE, lamentan, demoniza por otra parte la memorización, que, según decía Celaá, debía “utilizarse como último recurso”. Amparándose en las teorías de algunos neurocientíficos, Fernández Liria señala: “No podemos decir que algo se ha aprendido si no ha pasado a estar en la Memoria a Largo Plazo. De las pedagogías no directivas, la gamificación y determinadas prácticas metodológicas tenemos evidencias científicas de que no mejoran el aprendizaje y que imposibilitan el razonamiento y la reflexión”.
Ciertamente, si la caja de la memoria está vacía, resulta imposible establecer conexiones entre datos para poder conformar ideas propias. Las persona, así, devendría en individuo “atomizado, egoísta, emprendedor, consumista, acrítico, flexible, adaptable, capaz de desprenderse de sus vínculos antropológicos”. En fin, la construcción de un nuevo ‘hombre nuevo’, otro más en la historia de la humanidad, jalonada por múltiples proyectos ideológicos que engendraron monstruos.
Escuela o barbarie, que lleva por subtítulo Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda, defiende asimismo al sistema de enseñanza de algunos reproches recurrentes. Como el de raíz foucaltiana que lo percibe como un eficaz resorte de homogeneización ideológica, una sentencia que también suscribieron pensadores izquierdistas como Pasolini. El libro distingue que, si el Estado en cuestión cumple las exigencias democráticas de separar sus tres poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), eso no podría darse, porque el peligro real no es el del control estatal sino gubernamental, que acaece cuando Montesquieu y sus compartimentos estancos saltan en añicos. Extremo que se comprueba, por ejemplo, en el hecho de que cada gobierno promulgue su propia ley educativa, conforme a su patrones ideológicos.
Entre jipis y pijos
La escuela pública sería también el espacio de fomento civilidad frente a padres con ideales sectarios o fanáticos. Un lugar donde, por ejemplo, el hijo de un yihadista podría atisbar otra realidad más proclive a la convivencia pacífica. Una oportunidad para desprenderse de prejuicios potencialmente sanguinarios. “En un colegio estatal los alumnos tienen profesores de izquierdas y de derechas, ateos y creyentes, homosexuales y heterosexuales, tienen profesoras con tatuajes heavies, profesores con corbata, jipis o pijos, en fin, tienen delante suficiente diversidad para que el control ideológico de su minoría de edad se vuelva muy difícil. Eso es así mientras esos profesores sean elegidos por tribunales independientes en virtud de su competencia en una determinada disciplina”. Profesores que, según su lógica, han de trabajar en régimen de funcionarios, lo que les aporta el blindaje necesario para no impedir que su libertad de cátedra se vea cercenada por intromisiones del gobierno de turno.
Celaá en su momento cuestionó que la escuela estaba excesivamente cargada de contenidos enciclopédicos. Como si eso fuera un problema. La enciclopedia es uno de los hitos más valiosos de la Ilustración, que pretendía emancipar a los hombres de supersticiones seculares y ofrecerles, a través de los méritos educativos, la posibilidad de trascender destinos penosos marcados por la pertenencia a una clase desfavorecida. Dos objetivos que hicieron de la escuela pública una “de las más grandiosas conquistas” de la Revolución francesas. Escuela o barbarie lo advierte con la intención de que no permitamos que nos la desvirtúen.