Recuerdo a don Julio Caro Baroja quejarse de que España era el paìs de Europa donde más se escribía y menos se leía. Luis Mateo, para fortuna nuestra, siempre estuvo en los antípodas de eso, si Luis Mateo escribe es precisamente porque ha leído, iba a decir todo, pero eso, aparte de imposible, está reñido precisamente con su mesura; dejémoslo, pues, en casi todo, o sea aquello que es imprescindible para ser un buen escritor.
Muy pocos autores importantes – si es que hay alguno- le son enteramente desconocidos. Tiene, claro, sus preferencias que un día se polarizaron en Valle Inclán por el aquel de buscar la unión primera entre un adjetivo y un sustantivo, que luego derivaron hacia ese mundo narrativo italiano bellamente fragmentado en regiones literarias, Turín, Roma, Ferrara, Sicilia, con Pavese y Basanni a la cabeza, en el que se podía encontrar más sutileza, más verdad y más belleza que en las construcciones de Faulkner y su condado de cazurros. Y me detengo aquí, pues no me corresponde a mí completar tan larguísima lista de estupendas lecturas.
Apuntado queda, sin embargo, a modo de insuficiente Catón, esa primera cartilla juvenil de fascinaciones y gozos. Y, puesto que la escritura es de alguna manera la espuma del leer, hoy todos disfrutamos leyendo la obra de Mateo que ha venido a completar los huecos de nuestras bibliotecas como el que colma un anhelo largo tiempo compartido. Empezó, como digo, con lo que llegó a ser una obsesión, unir por primera vez dos palabras. Lo ha logrado muchas veces, tantas que ha venido dando a su prosa una permanente sensación inaugural. Ha unido tantas por primera vez y tan suyas las ha hecho que sus lectores reconocemos sus textos sin necesidad de conocer previamente el nombre del autor.
[Luis Mateo Díez, ganador del Premio Cervantes 2023]
Sus novelas primeras tienen el referente muy reconocible de su tierra leonesa. No porque pretendiera dar voz a una tierra o a unas gentes, que nunca Luis Mateo ha pecado de petulancia, sino porque sus primeras vivencias, siempre las más determinantes, habían tenido lugar allí y de ellas se valía para juntar las palabras en forma de narraciones con trama de novela.
Luego, poco a poco, quien de niño había mamado la literatura en casa, quien se había criado en un ambiente familiar y de montaña relacionado con la Institución Libre de Enseñanza, entre el culto y la devoción por los libros, sintió la necesidad de alejarse del referente, en una búsqueda constante de la máxima depuración de su literatura, desprendiéndola de hechos y sucesos reconocibles en un entorno que no fuera meramente el de los libros y entonces en ese despegue ambicioso se dio de bruces con Celama, un territorio poblado por seres que se mueven por un suelo algo fantasmagórico como si fuera un limbo a la espera de una redención que nunca llega ni llegará.
Pero, por paradoja, en ese alejarse del referente reconocible de sus primeras novelas, eludiendo los rasgos explícitos identificadores de lugares y personas, se fue deslizado hacia ámbitos de una libertad casi absoluta, de modo que el retrato que ahora viene haciendo de aquellos referentes eludidos —aquella tierra y aquellos hombres y mujeres— es mucho más atroz y doliente. Es el retrato de una tierra, de nuestra tierra, que algo comparte con la Comala de Rulfo donde los muertos hablan y comen pero están muertos y no lo saben.
[Luis Mateo Díez, una mirada impregnada de sabrosa delectación cervantina]
Porque si España es de algún modo una cultura derrotada, Celama es su expresión terminal y cuanto más se ha apartado del referente, más evidente resulta que lo retratado, siempre en el ámbito de lo imaginario, como gusta de decir Luis Mateo, es un espíritu de colonia, sometido, derrotado, desestructurado, con un horizonte recortado y sin apenas esperanza. Un gran Cervantes.