El 14 de abril de 1955, la escritora chilena María Carolina Geel (Santiago de Chile, 1913-1996), se dirigió al lujoso Hotel Crillón, un conocido lugar frecuentado por la alta sociedad, donde le esperaba su entonces pareja, Roberto Pumarino Valenzuela, a quien había conocido cinco años atrás. “Dos días antes salí a la calle a tres cosas que entre sí poco tenían de común en su apariencia: a comprar un remedio, a averiguar cuándo podría partir en tren a Mendoza, ya que mi proyecto comprendía el viaje a Buenos Aires por tierra para conocer la cordillera y la pampa, y para comprar una pistola o revólver, si lo hallaba”, narró tiempo después. Ambos se sentaron en una mesa con té y pastas y conversaron cordialmente durante un rato.
“Cuando él estaba sentado allí, en el último instante, frente a mí, lleno de su vida, yo sentía, escuchaba que el corazón me palpitaba adentro de mis sienes, que iba a ocurrir y que ningún poder sobrevendría para evitarlo. Que iba a ocurrir, ¿qué?”. Entonces, sin previo aviso, ante probablemente la incredulidad de ambos, la escritora sacó su pistola, apuntó a su pareja y le disparó hasta cinco veces. Pumarino murió en el acto.
Ella nunca quiso responder a la única pregunta para la que nadie encontró explicación alguna: por qué. “Estábamos frente a frente, y yo, que nunca supe vivir, quedé sujeta a la vida; y él, que tan cabal se daba a ella, que nada sabía de ese otro modo de morir que tienen algunos, cayó. Cruzo las manos y me digo que fui yo quien volvió hacia él la muerte; yo, que levanté un arma mortal y, en vez de aniquilarme, ¡lo hice morir!”, reconoció en Cárcel de mujeres.
Indultada por Gabriela Mistral
Geel y Pumarino se habían conocido en la Caja de Empleados Públicos y Periodistas, donde ambos trabajaban en la década de los 50. “Yo tenía cuatrocientos compañeros masculinos, ¿por qué entró él en el instante en que iba yo a enviar por éste, aquel o el de más allá, a quienes conocía mucho más que a él?”, se cuestionaba ella antes de responder llanamente: "Entró él". Él, 14 años más joven, se había separado de su mujer para estar con ella. Ella, divorciada hasta en dos ocasiones y madre de un hijo, era una escritora prometedora y había publicado ya tres novelas —El mundo de Yenia (1946), Extraño estío (1947) y Soñaba y amaba al adolescente Perces (1949)—, que habían cosechado un éxito moderado y le habían granjeado cierto nombre.
Autora atrevida y comprometida con su género, su personalidad literaria, y el tratamiento narrativo de la lucha por la libertad sexual e intelectual de la mujer, además de su papel como crítica literaria en Siete escritoras chilenas, pronto despertaron la admiración de notables autoras como Gabriela Mistral o María Luisa Bombal.
La propia autora de La amortajada, de hecho, se había dirigido el 27 de enero de 1941 al mismo hotel donde se encaminaría Geel más de diez años después, y le había disparado tres veces a su examante, Eugenio Sánchez. Por suerte para aquel, al contrario que Pumarino, él sí pudo contarlo. Sin embargo, la mañana del 14 de abril de 1955 en el Hotel Crillón el destino fue otro. “Después hubo una multitud callejera de hombres y mujeres que se prolongaban, amorfos, unos en los otros —narraba la protagonista en Cárcel de mujeres—. Multitud que parecía toda ella un erizado monstruo cuya curiosidad podría triturarme. Aquí, allá, por todos lados, seres que se movían como anguilas voraces enfocando mi rostro yerto. Siempre un guardia a mi lado. Y, después, otra vez un mar humano”.
Durante años se especuló con las causas de aquel suceso —locura transitoria, crimen pasional o búsqueda de notoriedad—, pero Geel nunca las reveló
Geel permaneció menos de tres años gracias a la intervención de la propia Mistral, ganadora del Premio Nobel en 1945, que pidió un indulto al presidente, Carlos Ibañez del Campo. “Sepa mi estimada amiga, que en el instante en que usted formula una petición, esta es un hecho atendido y resuelto”, le concedió él.
Del paso de Geel por la cárcel surgió su aclamado Cárcel de mujeres, que ahora publica Periférica y que ayuda a comprender en esencia la indescifrable mente de esta escritora. Una novela transgresora y valiente sobre el universo carcelario femenino del Chile de los años 50, abordada desde la reflexión, la empatía y la inteligencia, que sacudió a la sociedad de la época al mostrar sin adornos ni tabúes la realidad entre barrotes: la maternidad, la violencia o el deseo pasional entre mujeres.
El refugio de la literatura
“A muy pocas he conocido, pero a todas las he oído. Llegan aquí presentando frentes heterogéneos. Llorando, casi nunca. A la defensiva las más. Después siguen las que muestran un melancólico fatalismo, las que hallan el asunto asaz gracioso, las que se apresuran a explicar que en el caso ha habido un error lamentable, las que lo toman con serenidad espartana”, describió en su novela.
A caballo entre la ficción y el testimonio autobiográfico, entre sus páginas Geel desgranó también su realidad en pequeñas píldoras —“el vivir es raro: yo no falsificaría jamás un cheque; pero ella no segará la vida de nadie”—, aunque, como recuerda la escritora Diamela Eltit en su prólogo, sin llegar a plantear las razones de su siniestro acto. “Más que abordar su propio delito, la narradora, sin nombre, abocándose a relatar las particularidades de las otras reclusas, quiebra así la expectativa de recibir, a lo largo de la lectura, la confesión de una asesina. Es más, María Carolina Geel se refugia en el poder que otorga la escritura para construir un relato accidentado, en el que su narradora consigue perfilarse como una conciencia moral superior”.
Tras salir del presidio, Geel publicó, además de este título, El pequeño arquitecto y Huida, aunque prácticamente se dedicó a su labor como crítica literaria. Cuando falleció en enero de 1996, tenía alzhéimer y demencia senil. A pesar de que durante años se especuló con las causas de aquel suceso —locura transitoria, crimen pasional o búsqueda de notoriedad—, nunca confesó a nadie las causas que le habían llevado a cometer aquel trágico crimen.
“Tú buscas y te oprimes las sienes y clamas; luego te cansas, te quedas vacía y parece que no va a importarte ya más —escribió—. Después, al menor toque, vuelves a empezar, a buscar, a interrogar con los labios helados: ¿por qué, por qué? Urgida por la misma ansiedad, tú quieres ayudar a esa pregunta, darle algún descanso, y, aun sintiendo que todo cae a plomo alrededor de ella, murmuras: ‘Es que algo monstruoso alienta en mi ser’. Y empiezas a repetir esta respuesta porque, en todo caso, es menos espantosa que dejar esa pregunta consumirse como un hilo de agua en la ardiente sequedad”.