En Madrid, una tarde cualquiera en la que desde una sala del sótano del Hotel de las Letras somos completamente ajenos a la realidad otoñal, nos recibe el escritor Antonio Ortuño (Zapopan, Jalisco, México, 1976). No parece que el autor de una novela sobre viejos rockeros que constituye una suerte de genealogía del fracaso, La Armada Invencible (Seix Barral), encaje en este espacio. Pero se muestra cómodo y habla por los codos. Como en esta historia, donde los sueños de los personajes no se hacen realidad, su discurso transita entre idas y venidas, aunque en ningún momento se desmarca de la lucidez.
El autor de los libros de relatos Esbirros (2021) y La vaga ambición (Premio Ribera del Duero en 2017) viste una camiseta de los Soundgarden, “una banda de rock ruidoso”, y una gorra del Atlético de Madrid, que le ha dado “más dolores de cabeza que alegrías”. La familia de su madre, española, vivía al lado del viejo Metropolitano y su abuelo era seguidor del club del Manzanares. Ortuño, por su parte, fue testigo de la escena musical contestataria dominada por el punk, el rock, el heavy metal o el trash en el México de los 80 y los 90. Está convencido de que muchos de los implicados eran “excelentes músicos que deberían haber triunfado y, sin embargo, no llegaron a nada”. Ese espíritu del perdedor es el que lo ha llevado a esta historia, ambientada en la Guadalajara mexicana.
La armada invencible es, además del nombre de un grupo de rock vencido por el tiempo, el título de esta novela de personajes que “fueron desdeñados por sus padres, a quienes no les gustaba lo que hacían, y ahora son desdeñados por sus hijos, que los ven como tipos exóticos y un poco ridículos”. Una novela que suena con la misma fiereza que un hit de Motorhead y, al mismo tiempo, se sincroniza con la cadencia del “Sultans of Swing” de Dire Straits. Las frases de Ortuño golpean como las botas de su protagonista, Barry [Alberto Dávila], en el suelo del centro comercial donde comienza la historia. El arranque es toda una declaración de intenciones: aquí se va a escuchar rock, pero hablaremos de todo. Con la conversación que sigue sucede lo mismo. Más o menos.
[Antonio Ortuño, ni un momento para la piedad]
Pregunta. ¿Por qué escoge la voz de Yulian (Julián Ortega) para contar esta historia donde, a priori, el protagonista es Barry?
Respuesta. Barry es el personaje más visible, el cantante, el frontman de la banda, pero a mí me parecía que era mucho más eficaz como una voz que fuera y viniera. Barry habla en la novela, porque se le entrevista, pero es muy denso, siempre va a la yugular de las cosas, y para el tamaño de historia que yo quería contar era un narrador demasiado aparatoso. Era mejor mantenerlo encadenado y solo dejarlo salir en momentos en los que se luciera, había que administrarlo.
»Yulian ofrecía dos ventajas. Por un lado, era el personaje que mejor podía reflexionar, porque cuando la banda se deshace por primera vez y cada cual se va por su lado, él se queda como estacionado: sigue tocando, escuchando los viejos discos, siempre estuvo ahí. Por otro lado, es el bajista y el amigo callado e introvertido, por lo que me daba esa posibilidad de ir brincando entre la introspección y la narración de aspectos externos a la propia banda, una suerte de ensayos que hablan de la historia del metal y las genealogías. Tampoco quería que Yulian tuviera el poder absoluto, quería que la novela fuera un poco más coral. Por eso, a través del recurso del documental que graba Luisma, el sobrino del Gordo Aceves, hablan otros personajes. De esta forma no solo vemos la historia a través de los ojos del narrador, sino que los personajes le dan una mayor dimensión a la novela y permite que el discurso vaya variando.
P. A propósito del documental, ¿cómo se le revela esta estructura, que resulta de la combinación de una entrevista y el relato de un personaje aparentemente secundario?
R. La entrevista era una herramienta muy importante porque, además, tiene mucho que ver con la cultura del rock. Yo crecí leyendo revistas y fanzines en los que aparecían entrevistas a los miembros de estas bandas. La historia se construye a través de estos testimonios; no hay un periodista que la vaya contando en primera persona. Es, por tanto, un recurso primordial, porque te da la oportunidad de justificar que no sea una novela coral tan absolutamente literaria en la que salen voces y flujos de conciencia, sino que haya un viso real que evidencie por qué están hablando todas estas personas.
»Tenía muy clara la estructura, sí. Cuando era más joven, escribía con un plan muy básico, un par de ideas, porque lo que quería era vivir la experiencia de lanzarme a escribir. Claro, así las novelas van dando bandazos. Cuanto más crezco, además de encontrar un placer cada vez mayor en la escritura, me doy más cuenta de que la novela comienza desde que se está formando en la cabeza. Cuando llego al momento de empezar a teclear, las ideas están bastante sopesadas. En un libro extenso como este consideré que era bueno guardar algunos ases bajo la manga. Es el caso del documental, por ejemplo, que no se revela al inicio para causar un poco de extrañeza en el lector, quien ve cómo las personas van hablando pero no saben muy bien por qué.
P. ¿Cuánto de su juventud le ha prestado a cada uno de estos personajes?
R. La memoria y la experiencia son dos de las fuentes que tiene toda escritura. Del resultado de todo eso, emergen rasgos más personales y otras veces son cosas que tienen más que ver con tus lecturas. Y otras veces es simplemente una cuestión de imaginación, que para mí es como unir los puntos. En mi caso, no es una imaginación desbordada, pero sí pienso en qué pasaría si dos personas que están tomando café y no están juntas se unieran. Desde muy joven empecé a trabajar en el periodismo por necesidad. No era mi vocación, pero fui editor periodístico durante muchos años y quedé muy agradecido con el oficio sobre todo por la disciplina y el rigor que requerían los textos con los que tenía que trabajar.
»Yo lo que quería era escribir narrativa, pero a los 20 años no se vive de eso. Tampoco fui músico ni formé parte de una banda, pero sí frecuenté muchos ensayos de amigos que tocaban, fui a muchos pequeños conciertos en bares como los que salen en la novela y vi un montón de grupos nacer y morir. Era un espectador. Muchos años después sí empecé a tocar por hobby con unos amigos. Por supuesto, es distinto narrar lo que se siente dentro de un escenario si solo tienes la experiencia de verlo desde fuera, así que tocar en un grupo me sirvió, aunque fuera algo muy posterior.
“Me molestan los autores que hacen todos los libros iguales”
P. Con sus antecedentes de escritura descarnada en libros como La vaga ambición o Esbirros, ¿sus lectores podrían interpretar como una sorpresa esta aproximación a la nostalgia?
R. Prefiero pensar que hay una suerte de melancolía, en tanto que los personajes se extrañan a sí mismos cuando eran jóvenes, pero no porque vivieran en un lugar maravilloso, sino porque añoran a quienes creían que podían ser personas distintas a las que son ahora. Tal vez porque en aquel momento todavía avizoraban ser capaces de hacer algo. Me parecía una idea muy fértil.
»Es cierto lo que dices de que tiene un tono muy diferente a La vaga ambición o Esbirros, aunque estos también son libros muy diferentes entre sí. A mí me molestan los autores que hacen todos los libros iguales, prefiero a los que van variando. Yo siempre trato de explotar terrenos diferentes, si bien hay cosas de las que uno no puede desprenderse porque las lleva en los zapatos. Paradójicamente, porque se trata de una novela sobre el heavy metal, se acerca mucho menos a la violencia, omnipresente en México.
P. Efectivamente, las vidas de los personajes son bastante peores de lo que años antes esperaban que fueran. ¿Se puede extrapolar a la sociedad mexicana? ¿Cómo ha cambiado hasta hoy el México que retrata en esta novela?
R. En realidad, la presencia que más pesa en la novela es la de la ciudad, Guadalajara, cuya atmósfera no es agradable. Es una ciudad que ha rechazado a estos personajes en el pasado y también los rechaza en el presente, que es hostil a los metaleros, que los estigmatiza. En Guadalajara hay sectores muy conservadores y, a veces, muy obcecadamente nacionalistas. Hay otras novelas mías en las que sí se siente la gravedad del suelo mexicano: la impunidad, la violencia, la omnipresencia del delito y, sobre todo, el azoro de la vida cotidiana, porque no sabes qué va a pasar, salir a la calle es como jugar a la ruleta rusa. Además, te enteras de que a dos calles de tu casa mataron a alguien, en otro sitio apareció otro cuerpo y nadie sabe por qué está ahí…
»Pero en este caso, como digo, gravita mucho más la presencia de la ciudad. He escrito mucho sobre la violencia en México y lo volveré a hacer, pero necesitaba una suerte de paréntesis. Tampoco te puedes hacer totalmente pendejo, como decimos en México, y no ver nada. Hay ciertas huellas en esta novela: el restaurante al que se van a emborrachar el Gordo Aceves y Yulian porque hay un guardia armado, para que no les roben. También algunas menciones a los peligros de que una chica ande sola por la ciudad... pero son solo menciones. Como lector y como escritor, a veces me cansa la mecanización de las cosas. Y no quiero convertirme en ese escritor que siempre escriba sobre los temas sociales y de violencia en México.
"Hice una novela sobre heavy metal para sentir que no le regalaba la ilusión y los sueños a la violencia"
P. ¿Cree que hay una generación hablando demasiado de esto?
R. Nunca se habla demasiado porque la realidad lo sigue despachando. Por eso mismo yo hice una novela sobre el heavy metal, para sentir que no le regalaba la ilusión y los sueños a la violencia. Aunque la realidad nos tumbe la puerta a patadas, tenemos el derecho a imaginar otras cosas. Cuando yo publiqué en 2006 mi primer libro, una novela [El buscador de cabezas] sobre la violencia política, era un tema del que casi no se hablaba en esa época. La mayor parte de escritores de mi generación estaban interesados en cuestiones esteticistas e intimistas, y lo que tenía que ver con lo político y social eran novelas históricas sobre nazis, por ejemplo. A mí eso no me interesaba en absoluto.
»Si se empezó a escribir sobre violencia en México es porque la violencia se comió al país, pasó a ser una realidad cotidiana e hiriente y mucha gente fue lastimada de manera directa o indirecta. Me parece lógico que se escriban esas novelas, como ocurría hace tiempo en Colombia, pero sí creo que ha habido una mecanización. Ahora un montón de gente que nunca se había involucrado en este tema se inventa fábulas de gente a la que le pasan cosas malas en México para ver si la prensa le hace caso. La mayoría de estos libros son innecesarios, se nota la artificialidad. Normalmente son autores que se pasean por los festivales poniendo cara de que han sufrido mucho y, en realidad, no les ha pasado nada en la vida.
»No creo que el problema sea la violencia como temática, incluso es lógico que la gente escriba sobre la violencia, pero hay mucha hipocresía y mucho arribismo porque son temas que, coyunturalmente, dan cierto rédito. Te traducen más si escribes sobre violencia. También hay muchos editores en Europa que creen que los mexicanos solo podemos escribir de eso, que somos una tribu que se está sacando las tripas.
"La mayoría de los libros sobre la violencia en México son innecesarios, se nota la artificialidad"
P. Los episodios del narrador con la sobrina de su jefe, Brenda, denotan una suerte de acoso a un varón. A tenor de los tiempos actuales, ¿incluir esto podría ser una irreverencia?
R. Pues parte de la idea que me llevó al rock en esta historia era entrar con un machete para destrozar los estereotipos que rodean este mundillo. Me parecía muy divertido invertir este viejísimo esquema de la lolita: el tipo maduro, cuarentón, que detecta a esta chica joven y la seduce, la acorrala. Brenda, sin embargo, es una jovencita que aterra tanto a Yulian que tarda 200 páginas en darse cuenta de que también es metalera. Es la sobrina del jefe, así que se siente aún más incómodo con la situación de ser él la presa. Ese juego le iba muy bien al carácter de Yulian, que es introvertido y un poco romántico. En los tiempos de Yulian las chicas no eran así, por lo que él no sabe cómo comportarse.
P. Hay alusiones a la música “de verdad”, ponderando su autenticidad. ¿La música de ahora es menos auténtica que antes?
R. Esto es bastante complejo. Yo empecé a escuchar punk-rock y heavy metal porque todo lo que rodeaba al rock de los 60 estaba sacralizado, los Beatles eran casi el papa, los Rolling Stones eran prácticamente un arzobispo, todo estaba rodeado de incienso… Con lo que yo me identificaba no era esto y tuvieron que pasar muchos años para sentarme a escuchar esta música sin prejuicios.
»Falsedad y autenticidad ha habido siempre. Cuando yo escuchaba a las bandas de hardcore, trash metal o punk-rock, siempre se hablaba de la credibilidad de las bandas. Esa palabra estaba en todos lados. Se decía que Metallica perdió su credibilidad después del Disco Negro [The Black Album] porque se había convertido en una banda de estadios, renunciando a buena parte de su estilo. Hay mucha gente muy naíf que piensa que lo industrial es lo popular. Las grandes compañías nos han vendido siempre música preconstruida y lo siguen haciendo, pero también ahora hay música contemporánea muy buena.
“Hay mucha gente muy naíf que piensa que lo industrial es lo popular”
P. Y como cuentista, ¿a qué cree que se debe la pujanza de este género, sobre todo por parte de los autores latinoamericanos y las mujeres?
R. No creo que sea la pujanza, sino el estado de las cosas. Yo lo veo como un fenómeno editorial, que no siempre va de la mano con la realidad literaria. Históricamente, América Latina siempre ha sido muy fértil en el cuento, ya lo practicaban muchas buenas escritoras. La industria editorial ahora ha apostado por rescates de material anterior y por cuentistas nuevas que han tenido la oportunidad de ser más leídas que cuentistas de hace una o dos generaciones. Los grandes cuentistas de América Latina se remontan al siglo XIX. Se me ocurre un cuento como El matadero [1871], de Esteban Echeverría.
»Es cierto también que América Latina no es un bloque y tal vez el cuento arraigó con distinta intensidad en las diversas literaturas. Yo no creo que yo corra en la misma línea que la literatura argentina, por ejemplo, aunque me interesan muchos autores argentinos. Cuando viví en Berlín, tuve la oportunidad de tratar mucho a Samanta Schweblin, que me parece una escritora brillante.
»Otro caso es el de Mariana Enriquez, con la que solo hablé de rock and roll cuando la conocí. La literatura de terror no me atrae, pero sí considero que es muy buena autora. Podríamos poner otros nombres de cuentistas en la mesa, pero estos son dos buenos ejemplos de autoras con más de un libro importante. Y no solo son reconocidas por sus cuentos, sino por sus novelas o, en el caso de Mariana, también por sus crónicas, etcétera. Quiero decir que escritoras latinoamericanas buenas ha habido siempre, pero también siempre ha sido determinante el comportamiento de la industria editorial. El propio boom fue una estrategia editorial, pero el talento siempre está ahí. Estamos hablando de millones y millones de personas y de dos docenas de países. Somos casi tan buenos escribiendo como jugando al fútbol (risas).