Para dar su visión filosófica del mundo, Ernesto Calabuig (Madrid, 1966) se ha apoyado en otras ocasiones en la ficción. Ahora su narrativa intelectual y de ideas toma en Todo tan fugaz el rumbo distinto del memorialismo y se lanza sin red a la autobiografía explícita. Ninguna duda deja acerca de que el propio autor protagoniza y narra el libro.
Como Pulgarcito, va dejando incesantes migas que remiten a su vida. Una y otra vez se refiere “a quien escribe”, no otro que él mismo. Los datos relativos a actividad profesional (profesor) y vocacional (escritor) avalan la imagen biográfica cierta del narrador que cuenta un puñado de peripecias. Lo cual hace, además, a modo de balance desde la perspectiva temporal específica de la cincuentena.
Las veintidós peripecias están entresacadas sin orden cronológico entre el conjunto de episodios vitales de los que se desprende un significado, incluso una lección. No se trata nunca de pasajes o lances de gran relieve anecdótico o espectaculares. Todo lo que se rememora es corriente, común o cotidiano.
Calabuig participa en un acto literario y charla con unos amigos o evoca el orgullo del padre por el hijo escritor; asiste al funeral de un compañero de colegio; él y su mujer recuerdan en Carcassone cuando eran estudiantes y se conocieron; visita el colegio de infancia y constata los negativos cambios materiales que han hecho; se reencuentra en Montjuïc, tras treinta años de silencio, con una chica y le aguijonea la sensación de que será la última vez que se verán; recuerda un par de descansos en Cadaqués; invoca la estancia de niño en Mallorca o, entre otras mínimas vicisitudes, pero verdaderamente muy significativa, contempla su vida, al hacer la ITV al coche, a través de los que ha tenido.
Los eslabones de la vida se ven con tono realista, templanza y sin aspavientos, salvo un par de ellos. Uno se abre a lo enigmático con una presencia fantasmal. Otro se carga de dramatismo al recrear el torturado sentimiento de culpa que produce el no haberse despedido del padre muerto. Ambas evocaciones contrapesan la predominante cotidianeidad, de la cual se deriva una visión general de la existencia.
Si algo arropa el conjunto de Todo tan fugaz es un fortísimo sentir elegíaco
Si algo arropa el conjunto de Todo tan fugaz es un fortísimo sentir elegíaco. El recuerdo, hilván del libro y ejercicio persistente del narrador-autor, remite una y otra vez a un pasado que se percibe como el tiempo ido, perdido, irrecuperable. Por si no fuera suficiente el título, esta misma locución y la palabra “fugaz” se repiten bastantes veces. Viene a ser la rememoración, pues, una paráfrasis del verso virgiliano “fugit irreparabile tempus”.
Al paso del tiempo se agregan sus nocivos efectos en forma de deterioro de valores en decadencia o demolición, motivo para encarecer otros imperecederos. De lo cual se desprende un tono firme pero discreto de denuncia o disconformidad. Así se hace, por ejemplo, en el evidente desinterés de los alumnos de enseñanza media.
Creo interpretar bien el sentir del autor si lo resumo con el refrán “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Esa actitud nostálgica libre de jeremiadas supone una contemplación entre senequista y resignada del mundo. Pero matizada con un fuerte vitalismo. La vida siempre es valiosa, asegura Ernesto Calabuig, incluso una “tan trágica y turbulenta” como la de la atleta Katrin Krabbe, la imbatible velocista cuya caída en un pozo desde el pódium recrea con ese propósito aleccionador. De ahí que este viaje melancólico al corrosivo ayer se salde con un mensaje general positivo.