Habitar lo cotidiano: un viaje de reconocimiento
Me identifico con aquella poesía para la cual lo íntimo es importante, y se desmarca de experimentaciones intrascendentes.
Perdonarán que empiece esta pequeña reflexión con una verdad de Perogrullo: toda obra artística está inscrita en el tiempo. Y no me refiero solo al tiempo histórico, a cuya luz nos habla, sino a uno interior, íntimo, el que hace que un autor sea el mismo siempre y, sin embargo, distinto cada vez. Como Rembrandt en sus autorretratos.
Cuando iba a salir mi Poesía Reunida en Lumen, tuve que hacer la tarea de releer todos mis libros en el orden en que los escribí, lo cual me obligó a hacer un viaje de reconocimiento de mí misma. Porque un ejercicio como ese nos permite reconstruir lo que hubo detrás de cada poema: una experiencia, un sentimiento, una anécdota, una intencionalidad literaria. Me vi a los 20, a los 40, a los 60. Y pude medir, hasta cierto punto, los cambios de mi voz.
Hace 25 años tenía yo ya tres libros de poemas. En los dos primeros había intentado una poética de la cotidianidad. La lectura de Amanda Berenguer, Rosario Castellanos y Sylvia Plath me había llevado a escribir de lo doméstico como un espacio donde puede habitar la poesía. Y de lo cotidiano como ámbito de lo femenino. Aunque eso lo comprendí después, porque la poesía se fragua, en buena medida, en lo más oscuro del inconsciente.
En mi tercer libro, El hilo de los días, el eje es la casa, y con ella la infancia, una etapa de mi vida que se me iba a imponer dos veces más, en Tretas del débil y en una novela breve, El prestigio de la belleza. En ese libro sentí que mi estilo cambió. Había estado leyendo, con admirado fervor, al cubano Eliseo Diego, y había querido, como él, escribir una poesía lírica que poseyera un “oscuro esplendor”, donde el misterio y la transparencia fueran de la mano. Espero haberlo logrado.
Porque me parece que sobre un artista se cierne siempre la amenaza de repetirse, incluso de imitarse a sí mismo, después de esos tres libros quise hacer un giro. En plena madurez, a mis 47 años, me lancé a la aventura de trazar en un libro la curva del amor, desde que se anuncia hasta que se deshace y nos deja convertidos en seres distintos.
Escribí Todos los amantes son guerreros, y lo hice con versos larguísimos y un lenguaje un poco más abigarrado, tal vez a instancias de mi lectura de la obra de los argentinos Olga Orozco y Enrique Molina, pero tocada también por muchos otros, para nada barrocos: Idea Vilariño, Juan Gelman, José Watanabe, Luis García Montero, Jaime Sabines…Y, sobre todo, por Blanca Varela, cientos de veces releída y amada siempre.
Nadie reconocería en mi poesía ecos de la poesía de Varela –como tampoco de la de muchos otros que me han influido– pero ella cambió mi voz. Ella, y un suceso terrible, que partió en dos mi vida: la enfermedad mental que vino a afligir a mi hijo, mi único varón, a los dieciocho años, y que lo agobió hasta su suicidio, diez años después.
Desde el suicidio de mi hijo, los versos salían de mí secos, duros, con un escepticismo que a veces deviene en ironía
Esa pena que llevé como un secreto para no exponerlo al estigma revirtió en un lenguaje que yo no moldeé voluntariamente. Los versos empezaron a salir de mí secos, duros, con un escepticismo que a veces se convierte en amarga ironía. Así escribí una especie de trilogía que no tuvo voluntad de ser tal: Las herencias, Tretas del débil, Los habitados.
A veces me preguntan dónde se inscribe mi poesía en el ámbito de la literatura iberoamericana de los últimos años. No lo sé. Leo ávidamente toda la poesía iberoamericana reciente, deseosa siempre de encontrar sorpresas. Y sí que las hay. La diversidad es enorme, porque ya, por fortuna, no hay “escuelas” ni “ismos” que impongan modelos a seguir.
[Piedad Bonnett: “No quisiera morir, me espera un gran libro”]
Me identifico con aquella poesía para la cual lo íntimo es importante, que posee un decir al sesgo, y un desdén hacia experimentaciones intrascendentes. Y me siento un poco ajena a la que se apoya en recursos visuales o elementos propios de la realidad virtual. Pero todo está por verse. Con mi llegada a los 70 la vida me llama de nuevo a un cambio, y en ello estoy.
Piedad Bonnett (Amalfi, Colombia, 1951) es poeta, novelista, dramaturga y crítica literaria. Ha sido reconocida con el Premio Casa de América de poesía americana por Explicaciones no pedidas (2011) y con el Premio de Poesía Generación del 27 por Los habitados (2017), entre otros galardones. Todos los amantes son guerreros (1998) y Tretas del débil (2004) son algunas de sus grandes obras.