“La explosión sucedió por el movimiento brusco en lo alto del travesaño (la tela del bolsillo que presiona sobre la tapa del reloj, el perno que hace contacto), ¿o tal vez alguien preparó el temporizador cambiando la aguja de las horas por la de los minutos? La repuesta serviría para cerrar la historia”. Carlo Feltrinelli deja abierta la duda en el final de la biografía -Senior Service (Anagrama)- que dedicó a su padre, Giangiacomo, un hombre cuya simpar peripecia vital refleja a la perfección la convulsa evolución sociopolítica de Italia desde el final de la II Guerra Mundial hasta la década de los 70, la de los anni di piombo.
Carlo se refiere al momento en que a su progenitor le estalló la bomba con la que pretendía derribar una torre eléctrica en las afueras de Milán, el 14 de marzo de 1972. Este significativo instante es también el escogido por los guionistas Guillermo Gracia y Aitor Irruza y el dibujante Nacho Nava para arrancar su novela gráfica sobre el histórico editor, recientemente lanzada por la editorial Altamarea. En ella sintetizan sus peculiares andanzas, propias de un ser humano audaz y determinado: la creación de una editorial que democratizó la lectura en Italia con la potenciación de los los libros de bolsillo, sus hazañas en el oficio (editar Doctor Zhivago de Pasternak, El gatopardo de Lampedusa y los diarios del Che, ), su sintonía con Fidel Castro, la deriva ideológica que le condujo a la violencia…
Dentro de esta deriva se inscribe el acto de sabotaje que le costó la vida. Su intención era imponer la dictadura del proletariado, aunque es cierto que también se las tuvo tiesas con la ortodoxia de Palmiro Togliatti, líder del PCI, que no mostró el más mínimo gesto crítico cuando, en el 56, las tropas soviéticas sofocaron el levantamiento húngaro (este es el detalle sobre el que Nanni Moretti, por cierto, armó su última película, El sol del futuro).
Paradójicamente, pues, esa subversión sistémica era el objetivo del adinerado empresario, que además descendía de un linaje aristocrático. Pero el plan se torció y acabó dejando viuda a Inge, su mujer, y huérfano a Carlo, un niño de 10 años. Ambos, cada uno a su tiempo, tuvieron que cargar en sus espaldas el negocio editorial en ausencia del pater familias, que había decidido echarse al monte unos meses antes.
Impulsó Feltrinelli la creación de los GAP (Grupi d’Azione Partigiana), otro de los múltiples grupúsculos de extrema izquierda que germinaron en Italia para, según su lógica, connfrontar la reacción fascista que estaba a punto de dar un golpe de timón en la República italiana. Eran los tiempos de la Operación Gladio, el plan de la OTAN (y, más sibilinamente, de la CIA) para contener cualquier atisbo de avance del comunismo en la Europa occidental. Feltrinelli y sus correligionarios fundamentaban su temor en precedentes como el del golpe de Estado del 67 que en Grecia tuvo como desenlace la Dictadura de los Coroneles.
Grecia no quedaba lejos de Italia, en donde, además, se estaban produciendo acontecimientos traumáticos que incitaban a maliciarse maquinaciones oscuras. El atentado de Piazza Fontana en Milán, en 1969, fue un buen ejemplo. Una bomba que causó 17 muertos, la mayoría pequeños agricultores y ganaderos. Imputado en primera instancia a anarquistas, con el tiempo se supo que detrás del siniestro zarpazo estaban exponentes de la ultraderecha transalpina cuyas ramificaciones se adentraban en el aparato del Estado. Al menos en algunas de sus dependencias más turbias.
A Feltrinelli, que se había curtido en la lucha partisana contra el fascismo en los compases finales de la II Guerra Mundial, aquellas maniobras le olían a chamusquina e iba a alertando a estudiantes y trabajadores, dos colectivos muy revueltos en la época, de lo que se avecinaba: el golpe reaccionario. A su juicio, tocaba prepararse para el enfrentamiento armado. De ahí que fundase los GAP y que, presuntamente, financiara a las Brigadas Rojas, la organización más mortífera de esa pléyade de grupúsculos violentos de la sinistra extrapalarmentare.
Nava y compañía, en su cómic, hilvanado con trepidante pulso narrativo y con un empleo muy cinematográfico de las viñetas-planos, arrancan con estampas muy poderosas de los minutos posteriores a la explosión mortal. Los cuervos aletean sobre el cadáver, en una danza macabra a la que también se suman los fotógrafos de prensa. Poco después llega la policía. Son momentos de confusión: ¿quién diablos es ese tipo y qué narices estaba haciendo? Un periodista lo reconoce y pronuncia su nombre: Feltrinelli.
A Carlo le da rabia que de la figura de su padre se recuerde mucho más por este epílogo montaraz, cuando una especie de manía persecutoria empezó a hacer presa en su mente, que por su impagable labor cultural (abrió decenas de bibliotecas en Italia). Cierto era que había movimientos en el tablero de la Guerra Fría que tenían a Italia en disputa entre los dos bloques y que la CIA metía baza en el gobierno hegemónico de la Democracia Cristiana, pero, con su salto hacia el terrorismo, se pasó claramente de frenada.
A Feltrinelli nunca le faltaron agallas para tomar decisiones osadas. No se arredró cuando tanto la URSS como los Estados Unidos le presionaron frente a su empeñó por llevar a la imprenta el manuscrito original de Doctor Zhivago. Tampoco lo hizo cuando había que resistir frente a las maniobras -así lo veía él- del imperialismo yanqui para tomar el control de su país mediante títeres locales.
La biografía en viñetas de Guillermo Gracia y sus compañeros da cuenta también del idealismo excesivo que lo alentaba. Un quijotismo que le llevaba a toparse brutalmente contra los molinos de la realidad. Se propuso editar libros que cambiasen el mundo. Y esgrimió bombas para lo mismo. Una escalada notable en la acción directa frente al capitalismo.
Tenía también una ambición congénita, que le venía casi de serie por haber nacido en el seno de una familia que aspiró siempre a ensanchar su riqueza mediante los negocios. Feltrinelli decía -así se refleja en el cómic- que ser rico no era tan fácil como la gente creía. Vale que conducía a toda velocidad Masseratis y Ferraris, su verdadera debilidad burguesa, pero por otra parte se sentía víctima de una ambición desmedida que él no había elegido.
La incursión en el fuero íntimo de Feltrinelli, a modo de tanteo aventurado por parte de los autores de la novlea, es uno de sus grandes logros. Es su visión de los hechos. Una licencia ficcional basada, eso sí, en una amplia y copiosa documentación, que el propio Carlo le facilitó a Guillermo Gracia cuando este hizo su tesis sobre, precisamente, Feltrinelli y su paso a la clandestinidad revolucionaria bajo el pseudónimo de Osvaldo.
Un paso en el que tuvo mucho que ver su experiencia en Bolivia, cuando fue a intentar localizar al Che pero la CIA lo interceptó antes y lo encerró. Pocos días después el mítico revolucionario caería bajo las balas en una emboscada. Una experiencia que azuzaría su instinto insurgente y que le llevaría esa jornada aciaga a aproximarse con afanes destructivos hasta aquella torre eléctrica (el molino del Quijote Feltrinelli). Lo de que su muerte no fue accidental es una sospecha que todavía tiene cierto pábulo en según qué ambientes izquierdistas italianos. Y que Carlo Feltrinelli deja apuntada en el remate de su homenaje doliente al padre muerto demasiado pronto.
Aunque para él toda esa conspiranoia es lo de menos. Lo de más es la tragedia humana que marcó a su familia. Por eso, tras apuntar que la respuesta definitiva a esas suspicacias cerraría la historia de la confusa muerte de su padre, añade que no serviría en cualquier caso para “establecer lo verdaderamente importante”: que un crío de 10 años se quedó sin padre por culpa de un sueño revolucionario incierto.