Oblómov era un hombre flemático. Tumbado en su diván, no se decidía a abandonar la seguridad almohadillada de su apartamento en la imperial ciudad de San Petersburgo. A lo largo de las primeras 150 páginas de la novela homónima que protagoniza, escrita en 1859 por el ruso Iván Gonchárov, sus esfuerzos se centran en lograr levantarse de la cama.

Los días pasan, las rentas de sus propiedades heredadas se anquilosan y pierden valor. Oblómov permanece lánguido, en un estado de perpetua horizontalidad, incapaz de afrontar los retos del cambio de época, rodeado de muebles tan polvorientos y obsoletos como él mismo.  

En su propia indolencia se asfixia también Valentín. Protagonista de El miedo al mañana, última novela de Manuel Iribarren (Pamplona, 1902-Pamplona, 1973), deambula sin rumbo por la fantasmagoría de una ciudad que no está bañada por el río Nevá, sino por el Arga.

En los años del tardofranquismo, cuando tanto el cuerpo del dictador como los viejos sistemas de poder estaban todavía vivos pero ya fríos, este personaje agoniza en las calles de Pamplona. Como Oblómov, una herencia considerable le ha proporcionado una vida holgada y sin complicaciones. Como él, se desespera en su propia ineptitud a la hora de combatir el cambio de rumbo que supone el agotamiento inesperado de sus ahorros.   

La historia de aquel hombre indolente de la baja aristocracia creada por Goncharov es uno de los mayores clásicos del siglo de oro de la literatura rusa. La del navarro pequeñoburgués estuvo olvidada, casi inexistente durante décadas, desde que su autor muriera en el año 1973. Cuando todavía vivía, Iribarren trató de convencer a alguna editorial para que la obra se publicara. No lo consiguió a tiempo. Un infarto se lo llevó, y la desesperación de Valentín quedó latiendo en un cajón. 

No era el primer trabajo del escritor navarro. Al contrario, desde su primera novela en 1932, Retorno, fue autor de una obra prolífica que comprende el género ensayístico, la narrativa, poesía y teatro. Discípulo de Jacinto Benavente y Pío Baroja, además de amigo de personalidades como Miguel Delibes, Antonio Machado o los hermanos Álvarez Quintero, se movió durante años en unos círculos que eran auténticos caldos de cultivo para la creatividad. 

Pero Iribarren tuvo mala suerte. La guerra estalló cuando él estaba despegando. Su primera obra teatral, La otra Eva, se estrenó en el Teatro Español de Madrid pocos meses antes del inicio del conflicto, en marzo de 1936. El páramo cultural que resultó de aquel fraticidio no era suelo fértil para el arte ni tenía las estructuras adecuadas para la publicación abundante de novedades literarias.  

Aún así, Manuel Iribarren continuó haciéndose sitio en aquel entorno desolador. Por un lado pasando por procesos de severa censura y, por otro, virando hacia temáticas de corte moralista, consiguió publicar varias de sus obras, entre la que destaca San Hombre (1943). Todo ello desembocó, al final, en uno de los mayores reconocimientos en el ámbito de las letras españolas, el Premio Nacional de Literatura que se le otorgó en 1965 por Misterio de San Guillén y Santa Felicia.

Pero, quizás por sus afinidades con el régimen franquista, la obra del escritor navarro fue víctima del olvido a partir de su muerte, que estuvo separada apenas dos años de la del dictador. Se dejó de hablar de él. Sus novelas dormían en las librerías de viejo sin que nadie reparara en ellas. Entonces, cincuenta años después de su muerte, otro pamplonés oyó escuchar de Iribarren en la calle Estafeta. 

A Daniel Ramírez, escritor y periodista, su amigo Miguel le señaló una placa que hacía saber a todo aquel que se parase a leerla que ahí "nació y creció Manuel Iribarren Paternáin. De excelente prosa y estilo personal, brillantísimo. Premio Nacional de Literatura". "Ese es mi abuelo", le dijo el nieto del escritor, sin darle mayor importancia al hecho de que su familiar hubiera sido ganador de uno de los galardones de mayor reconocimiento dentro de las letras españolas. 

A la sorpresa inicial le siguió una obsesión arqueológica que, según Ramírez, lindaba con la locura. Esta fijación la justifica el periodista en el prólogo de la reciente primera edición de El miedo al mañana, que ha rescatado del olvido este mismo año la editorial Almuzara. Según él, y en palabras de García Serrano "esta tierra ha dado 389 escritores en toda la historia... y 40000 voluntarios en apenas una mañana para el golpe de Estado que inició la guerra de 1936".

Portada de 'El miedo al mañana'.

Ramírez se zambulló, entusiasmado, en la enorme obra de su paisano. Entre los crujidos de aquel papel envejecido pudo encontrar trabajos olvidados y, también, textos completamente inéditos. El miedo al mañana, la última obra del autor, que había sido finalista en el Premio del Ateneo de Oviedo, volvía a ser leído cincuenta años después.

El impulso de Ramírez, el trabajo y el entusiasmo de la familia de Iribarren por honrar al autor, y el interés de la editorial Almuzara dieron como resultado, finalmente, la publicación de El miedo al mañana este mismo año. Las tribulaciones de Valentín por aquellas calles pamplonesas del franquismo crepuscular volvían a tener voz. La novela psicológica con la que el navarro clausuraba el conjunto de su obra lograba tener, por fin, un sitio propio en las librerias. 

La de El miedo al mañana es, para Ramírez, la mejor versión de Iribarren, con la que logra brillar: "El Iribarren Inmoral, si se puede decir así, es el mejor Iribarren. Ese que, desde el más allá, voló la cabeza de su nieto". 

Desde un psicologismo que le sirve para navegar por las profundidades del hombre en toda la rotundidad de sus deseos y egoísmos más bajos, Iribarren somete a su personaje a la desesperación fruto de su propia indolencia. Valentín trastabillea por las páginas de la novela, se desplaza casi involuntariamente, como un autómata, sin saber ni querer superar su estado de pereza e inactividad crónica. 

No tiene clemencia con Valentín, Iribarren. Lo castiga con su apolillada desidia y, más tarde, con las consecuencias de su intento por atajar la situación de manera indigna. Sin dejarle un respiro, cuando por fin parece que se desprende de la pereza de Oblómov sufre, sin embargo, la culpa lacerante de Raskolnikov, el personaje que inmortalizaría Fiodor Dostoievski en su obra Crimen y Castigo.

Manuel Iribarren quiso traer al mundo a un hombre tan obsoleto y caduco como la época que le había aupado. La mala fortuna quiso que no fuera posible hasta la actualidad, más de cincuenta años después de su génesis original. Quizás, sin embargo, las zozobras de Valentín sirvan como impulso para rescatar, por fin, la obra de un autor que se ha mantenido en silencio demasiado tiempo.