Entre Salinger y Chaplin, Oona O’Neill vivió para postergar el desastre
- Hija del Premio Nobel Eugene O'Neill, novia del enigmático escritor y esposa del actor y director, protagoniza una vibrante biografía escrita por Jane Scavell que la retrata como una mujer marcada.
- Más información: Chaplin, el gran icono inglés del siglo XX que nació en una caravana de gitanos
El mercado español del libro poco a poco parece resarcirse de su enorme déficit en lo relativo a publicar biografías, algo tradicional en el resto de países europeos de nuestro ámbito, de Italia al Reino Unido. En este sentido, este cierre de 2024 arroja una excelente noticia. La vuelta de la editorial Circe al ruedo biográfico con especial acento en lo femenino, como no podía ser de otro de modo dada la pasmosa normatividad de nuestra época. Y una de las elegidas para encabezar este regreso es Oona O’Neill, biografiada por Jane Scovell.
Oona (Parroquia de Warwick, 1925 - Corsier-sur-Vevey, 1991) fue la hija de la escritora Agnes Boulton, a su manera precursora del pulp, y del Nobel de Literatura Eugene O'Neill. El padre abandonó el hogar familiar cuando ella tenía dos años. Su relación estuvo repleta de altibajos durante la infancia de nuestra protagonista, en principio apocada por esa maraña de solitudes e incomprensiones, pero pletórica al ingresar en la adolescencia, cuando, rebelde, despegó para sí misma como it girl de costa a costa, de Nueva York a Los Ángeles.
A partir de ese instante el imaginario póstumo la quiere como una posibilidad literaria de primera magnitud, no en vano el escritor francés Frédéric Beigbeder la usó en Oona y Salinger (Anagrama, 2016) como eje de su "faction", mezcla de historia real y ficción en la que aprovechaba una leyenda para armar una muy evocadora trama, pues durante décadas el romance entre la hija del gran dramaturgo y el novelista del silencio fue más bien desconocido.
El noviazgo, casto según el autor de El guardián entre el centeno, ocurrió en esa Nueva York alejada y metida de lleno en la Segunda Guerra Mundial, una ciudad en la que todo podía ocurrir, como Orson Welles leyéndole la mano a Oona, hasta pronosticar su inminente amor con Charlie Chaplin, el salvador de la dama, feliz por abandonar el trajín de querer forjarse un nombre en el mundo del espectáculo y ganar un marido que, asimismo, era el hombre más famoso de todo el planeta.
Charlot reemplazó lo que debió haber sido Eugene O'Neill. La protección del sumo artista que era un doble paterno hasta en la profesión compensó un sinfín de desazones mentales por la ausencia de un perfil de este tipo durante su formación, clásica pese a su inmensa velocidad al transitar Oona de la cuna a la boda para certificar su adultez, por lo demás ni mucho menos enmarcada en un tópico muy previsible si queremos simplificar una personalidad: su destino y gusto era ser la sombra de bestias de la Cultura.
Sin duda, jugó ese papel y sobre todo luchó para no repetir su tortura infantil. Charles Chaplin había sido el emperador del siglo y ahora, en su lenta senectud, el reto de Oona era armonizar la actividad del portento con la gestión de su legado mientras el amor brindaba alegrías e hijos a partes iguales.
Para ello debió revelar todos sus talentos, más fuertes ante lo imprevisto de las embestidas históricas. En Chaplin había un antes y un después tras abandonar a Charlot. Monsieur Verdoux, una obra maestra con muchos matices, conllevó un sinfín de críticas, antesala de la persecución suscitada por la Caza de Brujas. Activada por el senador Josep McCarthy, la farándula fue uno de sus blancos favoritos y cualquiera con un mínimo tono progresista podría ser demonizado hasta la expulsión, tanto del oficio como del país.
La muerte de Chaplin fue para Oona O'Neill un mazazo hacia la tumba. Del té cambió al alcohol
Viéndolas venir, el matrimonio se preparó, con Oona consciente de la urgencia, en esencia sobrevivir desde su opulenta normalidad para preservar, entre otras cosas, la estabilidad familiar. Rescató la fortuna de su marido, implicándose en su causa hasta renunciar a la nacionalidad estadounidense en beneficio de la británica.
Las acusaciones contra el cómico supusieron el exilio, primero en el amado Londres y después en la fría Suiza. Aquí Oona debería esfumarse. Sin embargo, el guion tenía otras piruetas programadas y en ellas la diferencia de edad entre ambos anunciaba el desastre de una nueva pérdida. La muerte de Chaplin acaeció el 25 de diciembre de 1977 en su mansión helvética.
Para Oona el fallecimiento de su esposo no fue un llanto global con visos de inmortalidad, sino la recuperación del malestar de su niñez al carecer de un manto idóneo masculino. El adiós de Eugene, que amenazó con desheredarla, se compensó con el eterno flechazo por Charlie. Sin ellos sólo veía el abismo.
La viudedad fue un mazazo hacia la tumba. Del té cambió al alcohol, consumido a todas horas y en cualquier circunstancia. Aún caminaba con energía y amaba avanzar, si bien tampoco fue raro durante los ochenta hallarla acurrucada en cualquier rincón, como si se recluyera de los demás, incapaz de andar de verdad sin un bastón con los mimbres perfectos para su altura.
Expiró en Vevey el 27 de septiembre de 1991. Llevaba casi tres lustros ajena a la realidad, anegada en la bebida para no ratificar la pura quimera que era rehacer el pasado en ese presente con canas en su antaño negrísima cabellera y el vacío más absoluto sin un siempre genial beso de buenas noches.