Ensayo

Marie Curie y su tiempo

José Manuel Sánchez-Ron

14 junio, 2000 02:00

Crítica. Barcelona, 2000. 237 páginas, 2.600 pesetas

Sánchez-Ron ofrece la narración casi épica de una lección fastuosa escrita por la física del último siglo y magistralmente descrita en este libro

A su condición de catedrático de Historia de la Ciencia une el profesor Sánchez-Ron la especialidad de físico teórico que también ha desempeñado como profesor titular. Ello le coloca en una situación privilegiada para acometer la labor de presentarnos una biografía científica de Madame Curie. Científica, porque su biografía humana daría poco de sí: salvo los primeros tiempos difíciles y algunos intermedios -aunque difíciles seguramente lo fueron todos-, una relación de las tareas realizadas hora tras hora casi sin salir de un laboratorio no parece lo más adecuado para un argumento medianamente entretenido como podría ser el de una vida aventurera. La de los científicos es más oscura y, sin duda, menos popular que la de los hombres de acción o que se han movido en escenarios que despierten la curiosidad del lector.

He aquí, sin embargo, que Sánchez-Ron ha atinado plenamente en hacer atrayente su propuesta. Ese "y su tiempo" añadido al título la abre a todo un panorama esplendoroso exhibido por las ciencias físico-químicas a lo largo del siglo XX: la relatividad, la radiactividad, la física cuántica y la nuclear se entrelazan aquí alrededor de las figuras de sus protagonistas, de sus hipótesis, sus fallos, sus brillantes resultados. El autor nos lo va desvelando organizadamente, con una claridad que agradecemos mucho quienes no somos expertos en todas esas materias y que permite hacer un seguimiento "a nivel de calle" de tan difíciles problemas.

Naturalmente la referencia central es Marie Curie y alrededor de ella se articula el entramado de la obra; pero, con todo, seguramente no es la imagen preponderante y única sino que queda sumergida en el ambiente de aquel tiempo realmente espectacular. Tampoco estamos, pese al atractivo que sin duda ejerce en su composición, ante una pura hagiografía: no se ocultan algunas pequeñas oscuridades en sus realizaciones e incluso en su comportamiento y, sobre todo, en ese final dramático de todo científico que se ve anclado en sus concepciones y rebasado por teo-rías nuevas de las generaciones siguientes. No es pequeño mérito, sin embargo, aparecer como una de las figuras descollantes en un tiempo y en una ciencia tachonada de nombres como Becquerel, Rutherford, Chadwick, Langevin, J. J. Thomson, Einstein, Bohr, Schrüdinger, Debierne, Fermi, Hahn, Heisenberg, Pauli, Soddy y tantos otros tal vez menos sonoros para el gran público. Junto con actividades y descubrimientos que resume el autor: "modelos atómicos, la tabla periódica de los elementos, el electrón, neutrón y neutrino, la radiactividad artificial, la radiología, la medicina,. científicos y sociedad, los Congresos Solvay, la Sociedad de las Naciones o la fisión del uranio y las bombas atómicas". Pero entre tal cúmulo de acontecimientos se puede también espigar la nota curiosa o anecdótica, más cercana a la biografía humana.

Como se sabe, en 1903 se concedió el premio Nobel de Física al matrimonio Curie y a Becquerel, conjuntamente. Becquerel había descubierto la radiactividad espontánea y los Curie ampliaron sustancialmente el significado y relevancia de su hallazgo. Curiosamente iba a premiarse sólo a Becquerel y a Pierre Curie pero la intervención de Mittag-Leffler logró incluir a Marie; un Mittag-Leffler presunto "culpable" de que no haya un Nobel de Matemáticas porque, enemistado con él, no quiso el fundador instituir un premio que pudiera adjudicársele. El Nobel de Química fue concedido en 1911 a Marie, ya viuda, por el descubrimiento del radio y del polonio. Un capítulo está prácticamente dedicado a Rutherford, las transformaciones radiactivas y su teoría atómica de los cuerpos, quizá no del todo bien comprendida por Curie.

Y asistimos a las actividades de Marie durante la primera guerra, sus instalaciones radiológicas en los hospitales de campaña y conduciendo incluso alguno de los "coches radiológicos" que usaba para sus análisis sanitarios. O la vemos visitando Madrid en tres ocasiones, la última en 1933, un año antes de su muerte, cuando disertó en la Residencia de Estudiantes sobre el porvenir de la cultura. Su trabajo conoce una continuidad familiar en la persona de su hija Irene, casada con Joliot, cuyas investigaciones sobre la radiactividad artificial, pronto explotadas por Fermi y su grupo, les valen el Nobel de Química en 1935, habiendo perdido en cambio la ocasión de descubrir el neutrón que les arrebató Chadwick, premio Nobel también por ello. Por esas vueltas que da la vida, una hija de los Joliot-Curie, nieta pues de Marie, y física nuclear, se casó con otro físico, nieto de Langevin, con el que trabajaba en problemas de la fisión de uranio; pero es que los abuelos, Langevin y Marie Curie, habían sostenido al parecer, ya en la viudez de ella, un cierto episodio amoroso. Al final nos queda la imagen de una mujer, Marie Curie, agotada y enferma y con las manos quemadas por la utilización de materiales radiactivos: algo patéticamente hermoso.

Notas como éstas y otras que se pueden entresacar van salpicando la narración casi épica de una lección fastuosa escrita por la física del último siglo. Lección magistralmente descrita en este libro, del que tal vez haya dado aquí una visión más frívola que consistente, y que lleva en su fondo una ingente labor casi escondida de documentación, interpretación y estudio. Gracias a ello podemos ahora entenderla quienes nos hemos dedicado a otras cosas, que ése habrá sido sin duda el propósito del autor.