Teresa de Jesús
Acaban de aparecer los primeros títulos de la colección Vidas literarias (Omega), en la que autores de hoy revisitan a los clásicos que, como Santa Teresa, conservan una frescura e interés sorprendentes. Así lo confirma esta biografía preparada por Olvido García Valdés, de inminente aparición, y en la que ésta reivindica la importancia "de alcance universal" de la autora de Las moradas.
Como ya se ha dicho, la raíz de esa escritura, que supone la más ambiciosa empresa autobiográfica entre nuestros clásicos, toma su energía de dos fuentes: una, íntima, de necesidad vital de alcanzar conocimiento en la expresión, y otra, externa, a modo de conciencia vigilante que no deja en ningún momento de actuar, que es un ojo exterior, la mirada del juicio de los otros, que ella sabe inevitable. Teresa no sólo escribe para sí -aunque en la fuerza y poder de sus textos vemos que escribe sobre todo para sí-; escribe sabiendo que va a ser leída y lo hace para ser leída. A veces escribe para sus monjas, pero yendo un poco más allá se puede afirmar que el lector inscrito como conciencia vigilante en su obra es un varón, docto, letrado, es decir, conocedor de las lenguas clásicas, versado en los temas doctrinales y de vida espiritual, y con autoridad para determinar la ortodoxia o heterodoxia de un texto; es decir, con autoridad para la valoración y el juicio; hasta cierto punto todos esos rasgos se podrían resumir en una de las palabras que entonces nombraban a tal personaje, un inquisidor.
En efecto, de la trayectoria vital de Teresa y de sus últimas palabras al morir, "al fin muero hija de la Iglesia", se deduce que la de la ortodoxia de sus experiencias y escritos fue una de sus mayores y más constantes preocupaciones. La lista de sesudos varones a los que participa su vida espiritual y con los que consulta sus dudas y escrúpulos es inacabable [...].
Al margen de la mayor o menor sintonía personal con cada uno de ellos, lo que Teresa busca en estos y otros muchos hombres es la aprobación. Al seguir la nómina y recordar el tono que en cada caso tuvo la relación, parecería que en algunos de ellos buscó más el estímulo y la confianza para continuar su vida interior, y de otros requirió más, en cambio, el nihil obstat de la autoridad eclesial. La desconfianza era el signo de los tiempos. No sólo estaba la reforma luterana, sino todos los que con Erasmo y después de Erasmo propiciaban una necesaria reforma desde dentro de la Iglesia Católica. Los recogidos y los alumbrados o iluminados, formaban parte de estos grupos. Visionarios y visionarias, ermitaños y beatas (mujeres singulares de intensa espiritualidad, capaces de ejercer gran influencia sobre quienes las trataban) aparecían por todas partes. Un gran número de hombres y mujeres centraban su vida en el desarrollo de su experiencia religiosa, deseaban llegar a la contemplación y la oración de quietud, esperaban poder alcanzar una unión íntima con Dios. Se trata de una cultura de transmisión oral, pero también escrita; los libros de los autores espirituales eran leídos con pasión, abaratados por la difusión de la imprenta, se hacen casi una literatura de masas.
Por si esta atmósfera de inquietud y vigor espiritual y la consecuente actividad indagadora y represora del tribunal inquisitorial fuera poco, Teresa sabía que la misoginia era feroz y generalizada. Impresiona leer los informes de la época. Las beatas son nada o menos que nada: mujerzuelas, ignorantes, embusteras y embaucadoras, lascivas y perdición de los hombres, manada de beatas que camuflan so capa de devoción sus falsas mercaderías.
La religiosidad no era sin más una vivencia del individuo, hombre o mujer, sino que también llevaba una jerarquía inscrita. La autoridad y el juicio sobre la vida espiritual -y sus consecuentes penas- era papel de letrados, confesores y religiosos -siempre varones- y la obediencia y la sumisión para observar sus dictámenes era papel de las mujeres, no importaba el grado de autenticidad ni el nivel de experiencia que éstas alcanzaran. Los abusos intelectuales, afectivos y sexuales parecen haber estado a la orden del día y eran estructuralmente inevitables.
Las penas que sufría quien era condenado por la Inquisición iban desde la amonestación o la excomunión hasta la muerte. Todos lo sabían. Teresa era mujer, de la casta de los conversos y autodidacta. Su ambición en el terreno de la vida interior era absoluta. Su riesgo, por tanto, máximo.
Como muestra de la misoginia exaltada, el informe que Domingo Báñez a pedido inquisitorial redacta sobre la Vida (libro que él ya conocía previamente y que valorará y no condenará -pero que tampoco exculpará "hasta ver en qué para esta mujer-") afirma refiriéndose a las visiones y revelaciones contenidas en el texto: "Las cuales son mucho de temer, especialmente en mujeres, que son más fáciles en creer que son de Dios y en poner en ellas la santidad, como quiera que no consista en ellas.[...] Acostumbra Satanás transformarse en ángel de luz y engañar las almas curiosas y poco humildes, como en nuestros tiempos se ha visto". Báñez escribe estas líneas en 1575. Pero en febrero de 1598, 16 años después de muerta Teresa de Jesús, sus libros sufren una nueva denuncia. El informador es en este caso Francisco de Pisa, deán de la catedral de Toledo y catedrático de Sagrada Escritura. En él la acusa de propagar la misma doctrina de alumbrados y dejados, porque "enseña en muchos lugares una manera de oración y unión con Dios en la cual el alma no obra con el entendimiento ni con la voluntad, sino que se deja a que Dios obre en ella": y, en consecuencia, considera el doctor eclesiástico que "estos libros de Teresa se podrían recoger y no permitir que de nuevo se imprimiesen, o tradujesen en otras lenguas". Hay otros muchos libros, argumenta, donde se puede aprender el camino espiritual "sin que le venga a enseñar una mujer, a quien no le es dado este oficio, sino deprender con silencio, como dijo el apóstol San Pablo". Con todo, y porque la orden fundada por ella parece en gran expansión, se podría consentir -admite- que circulara, para su uso, una breve antología con textos poco comprometedores.
Parece que la cultura de los doctos letrados se alimentaba de definiciones y tópicos; así, el de que no conviene que enseñen las mujeres o el de que Satanás se transforma en ángel de luz para engañar almas curiosas y femeninas serán de los más repetidos. Teresa misma, atenta a lo que hay, los recoge con frecuencia.
El desasosiego de la monja comienza ya en ávila, después de su segunda conversión, cuando su vida religiosa se intensifica y empieza a alcanzar experiencias hasta entonces desconocidas para ella y que la llenan de inquietud. Las consultas que hace entonces con sus dos amigos, el caballero santo Francisco de Salcedo y el Licenciado Gaspar Daza, así como con algunos jesuitas del Colegio de San Gil, dictaminan sin duda que lo que le ocurre es demonio y le prescriben que comulgue menos, que haga higas a las visiones, que procure distraerse y que no tenga soledad.
Un día sus amigos se reúnen en una especie de tribunal y así lo deciden: "Creo eran cinco o seis, todos muy siervos de Dios; y díjome mi confesor que todos se determinaban era demonio, que no comulgase tan a menudo y que procurarse distraerme de suerte que no tuviese soledad. [...] Yo, como vi que tantos lo afirmaban y yo no lo podía creer, diome grandísimo escrúpulo, pareciéndome poca humildad; porque todos eran más de buena vida sin comparación que yo, y letrados, que por qué no los había de creer".
En la pequeña ciudad comienzan las murmuraciones contra ella. La aparición constante de nuevos casos de alumbrados llevaba ingredientes que excitaban la imaginación popular. Podría actuar el santo Tribunal, habría habido prácticas obscenas, podría haber ejecuciones. Esos años de inquietantes dudas de Teresa coinciden con el proceso de Cazalla y los suyos. Valladolid no está lejos. Cuando las monjas de la Encarnación se enteran de las habladurías de la ciudad se alarman. Uno de los historiadores antiguos de la Reforma, Jerónimo de San José, relata así ese momento: "Creyendo la [comunidad] de este monasterio que perdía honor y reputación con lo que de su religiosa se decía en el pueblo, mirábanla algunas con indignación y otras con desprecio y llegaban a decirle palabras muy pesadas. ¿Quién le mete a doña Teresa, decían, en estas invenciones? ¿Para qué estos extremos y novedades, tanta oración y contemplación y andar allí escondida en los desvanes y rincones de la casa? Váyase al coro y siga su Comunidad y haga lo que las demás hacen y viva como viven todas... Mejor será, por cierto, que por querer singularizarse dé en disparates y que lo sepa todo el mundo y que por ella hayamos de perder todas y quedar para siempre notado el monasterio".
Querer singularizarse, ésa era en realidad la raíz de todos los males; también, de casi todos los bienes. Teresa se siente abandonada, sin nadie en quien poder descansar, con la impresión de que unos se burlan de ella como si todo fuesen puras fantasías suyas, mientras otros avisan al confesor para que tenga cuidado y sea prudente, no vaya a ser una alumbrada más; sin poder tampoco rezar ni leer porque se lo habían prohibido, se encuentra "como persona espantada de tanta tribulación y temor de si me había de engañar el demonio, toda alborotada y fatigada, sin saber qué hacer de mí". Al leer su relato de esta época, es inevitable pensar que el peor enemigo no es aquél contra el que luchamos, fuera él de nosotros, sino la entronización que de él hemos hecho en nuestra conciencia.
Con todo, la fortaleza de Teresa es grande, también su buen sentido, y especialmente poderosa es la voz de su deseo, su voluntad. Por eso, aunque ella obedece y, según la recomendación de letrados y confesores, hace higas atribulada a eso que insiste en aparecérsele, continúa oyendo voces dentro de sí: "A mí ningún consuelo me bastaba cuando pensaba que era posible que tantas veces me había de hablar el demonio. Porque de que no tomaba horas de soledad para oración, en conversación me hacía el Señor recoger y, sin poderlo yo excusar, me decía lo que era servido y, aunque me pesaba, lo había de oír".
Las palabras se dibujan nítidas dentro de ella: no hayas miedo, hija, que Yo soy, y no te desampararé; no temas. La angustia desaparece y da lugar a la calma. El vínculo con esa voz y lo que significa esa voz queda establecido, la protección asegurada, fijada la confianza: "¿Quién es éste que así le obedecen todas mis potencias? [...] ¿quién da agua de lágrimas suaves adonde parecía había de haber mucho tiempo sequedad?, ¿quién pone estos deseos?, ¿quién da este ánimo?" La reacción es inmediata: ¿de qué temo?