La regla del juego
José Luis Pardo
24 febrero, 2005 01:00José Luis Pardo. Foto: M.R.
Hacer almoneda de sí misma en cada una de las inflexiones de su larga -y en modo alguno acumulativa- historia parece ser el sisífico destino de la filosofía, no en vano definida por uno de sus padres fundadores como "ciencia que se busca".Este buscar sin sosiego, esta forzosa renuncia, jamás aceptada del todo, a escuchar por fin la voz que anuncia tierra firme y este tener que reparar una vez y otra vez el buque en alta mar han llevado a la filosofía a proponerse objetivos aparentemente muy distintos, desde la reconciliación con el dolor y la muerte al análisis lógico del lenguaje de la ciencia. Y, en fin, desde el "desenmascaramiento de los (falsos) ídolos" al intento de elevar el pensamiento al orden sumamente abstracto de las ideas ontológicas y al horizonte último de los interrogantes radicales de la existencia humana. Como la han llevado también a formular métodos adecuados a tales fines, y, por tanto, de factura muy distinta, gracias a cuya observancia -trátese del método analítico-lingöístico, del fenomenológico-existencial, del hermenéutico, del estructuralista, del "desconstruccionista" o del dialéctico- se ha supuesto que el filósofo podría acometer con algun éxito en su tarea. ¿Un saber o una actividad? ¿Normativa o descriptiva? ¿Sustantiva o meramente adjetiva y auxiliar? ¿Estructurable en sistemas o condenada al fragmento, al aforismo y a la sentencia gnómica? Todo ha sido, en un momento u otro, defendido.
Inútil buscar tanta zozobra en las disciplinas de perfil definido, capaces de desarrollarse bajo los auspicios de algún paradigma dominante durante largos periodos de "normalidad", interrumpidos sólo por contadas "revoluciones científicas". Ni el arte y la literatura, tan dados a la problematización periódica de sí mismos, han vivido en tan permanente crisis de identidad. Se entiende, pues, que unos se refugien en la consoladora reducción de la filosofía a los momentos estelares de su historia, en el "canon", glosado y reconstruido sin tregua, y otros opten por afirmar lo implausible ya de todo discurso presuntamente unitario sobre "la" filosofía e incluso sobre su objeto. Si en el 68 fueron frecuentes títulos como La filosofía tachada, hoy se prefiere sustituir, aunque lo que en el fondo está en cuestión sea lo mismo, "la" imposible filosofía por múltiples "modos filosóficos de hacer", todos perfectamente legítimos, aunque apenas relacionados entre sí por otra cosa que un vago aire de familia, o por participaciones plurales en el "diálogo de la Humanidad". Eso cuando no se opta ya por englobar bajo el rótulo de filosofía manuales varios de autoayuda. Nada nuevo, por lo demás. ¿Acaso no dejó dicho Kant que no es posible enseñar filosofía, sino sólo a filosofar?
únase a todo ello el dato irrefutable de la mala relación histórica de la filosofía con el Poder, que una y otra vez llevó no sólo a mantener bajo sospecha la actividad de los filósofos, sino a prohibirla. Justiniano, por ejemplo, decretó en el año 529 el cierre de las escuelas filosóficas de Atenas como foco de paganismo. En 1850 el zar Nicolás I ordenó la supresión del incipiente estudio de la filosofía en las universidades. Y en nuestro caso, baste con aludir a las consecuencias del famoso "Lejos de nosotros la funesta manía del pensar", por no citar sino algunos bien conocidos ejemplos.
La decisión de José Luis Pardo de dedicar una larga y exhaustiva investigación a la filosofía, a su naturaleza y objetivos, a sus apuestas y laberintos, tiene todo el aire de un ajuste de cuentas, cuya audacia debe ser medida a tenor de la complejidad de la situación arriba expuesta. En principio, nuestro autor desplaza la dificultad al aprendizaje de la filosofía. Pero lo hace desde un compromiso previo con una determinada concepción de ésta como aspiración a la lucidez, como fomento riguroso de la autoconsciencia crítica, como exigencia de verdad. Y de tiempo libre para la verdad. Cosas que deben conseguirse. Esto es, aprenderse. De lo difícil de la tarea da cuenta ya incluso el mero dato del número de "aporías del aprender" que Pardo rotura y cataloga con morosidad y finura: dieciseis. Pero las dificultades no terminan aquí, toda vez que, como bien razona el autor, la filosofía (o "teoría") debe rehuir, para poder simplemente existir, dos grandes escollos: la tiranía, que la hace imposible "porque impide toda clase de crítica y de explicación" y la sofística, que hace imposible la filosofía "porque la convierte en un corpus enmohecido de vocabulario técnico sin contenido alguno y para divertimento escolástico o aprovechamiento empresarial". Que el poder y la sofística sean los parajes más incisivamente visitados del libro es, pues, cosa que va de suyo.
Estamos ante una obra importante, en la que una vez más queda acreditado lo largo de su sombra wittgensteiniana. A Wittgenstein debe Pardo, en efecto, tanto su idea del filosofar como la metáfora del juego, que usa muy libre y creativamente. Es posible que algún lector eche, con razón o sin ella, a faltar unidad en el libro. O se impaciente ante tanta minuciosidad o tanta reiteración. Pero si es capaz de llegar hasta el final, sabrá que su esfuerzo ha valido la pena.