González Ruano: Diario íntimo (1951-1965)
César González Ruano
10 marzo, 2005 01:00César González Ruano
De César González-Ruano (1903-1965) suele decirse que fue un gran talento malgastado. Y hay en este comentario una especie de interesado cálculo de rendimientos que casa mal, pensamos, con lo que atañe a los caprichos del arte y a los imprevisibles vericuetos por los que éste se afirma.¿Qué malgastó este aplicadísimo escritor que publicó varios miles de artículos y medio centenar de libros? Acaso oportunidades. Desertor de todos los movimientos literarios del casi medio siglo que permaneció en activo (empezando por el ultraísmo y el modernismo reticente), González-Ruano administró su desgana y su desdén por los esfuerzos sostenidos hasta llegar a dominar como nadie el género breve: la crónica o el artículo imbuidos de gracia lírica, plenos de capacidad de sugerencia y evocación. Los escribía de dos en dos, de tres en tres, de seis en seis, normalmente sentado en un café y con un oído puesto en el barullo de la calle o en la concurrencia no siempre deseada. Y luego dedicaba el resto del día a perfilar su mejor obra: su propia vida, sentimentalmente enrevesada, económicamente caótica y dominada por desidias recurrentes y variopintas enfermedades del cuerpo y el espíritu.
Cuando, a sus cuarenta y siete años, González-Ruano decide redactar el apresurado tomo de Memorias que subtituló Mi medio siglo se confiesa a medias, debía de rondarle ya la convicción de que sus verdaderos logros estaban en lo vivido, más que en lo escrito. Las propias Memorias están escritas bajo el designio de rehuir "lo literario", y utilizan sin rebozo la siempre sospechosa técnica de "reciclar" escritos anteriores (relatos, capítulos de novela, viejas crónicas) para nutrir un texto que se nos presenta compuesto de muchos retales, como "engordado" para cubrir el expediente y permitirle a su autor cobrar cuanto antes su anticipo. Al fin y al cabo, como él mismo afirma, cuando se cobra a tanto el folio, dedicarle tiempo a un libro no es sino un modo como otro cualquiera de perder dinero.
Y, sin embargo, el talento de González-Ruano sabe elevar este libro oportunista y apresurado a la categoría de obra maestra. Con una curiosa mezcla de impudicia y reserva, de desfachatez y caballerosidad, logra que el argumento impersonal de buena parte de estas Memorias deje entrever el perfil oculto de lo que el autor no quiere o no puede contar, y que esa "historia secreta" preste una dimensión de misterio al nada misterioso personaje que pasea su indiferencia por la España convulsa de los años treinta, la Europa en guerra y la sórdida posguerra.
Más tarde, en su Diario íntimo, anotará que lo que falla en España es siempre el elemento humano: "demasiada gabardina y juventud femenina modesta". En un Madrid sujeto a continuas restricciones eléctricas y a toda clase de carencias, un González-Ruano ya curado de su vocación cosmopolita y dueño de un bien asentado prestigio como escritor, comienza a llevar un puntual Diario con el que, en su primera fase (la correspondiente a 1951, inmediatamente publicada en libro), pretenderá renovar el éxito de las Memorias. Con la misma intención, en los años siguientes convertirá estos apuntes en sección periodística fija. Lo milagroso es que, aún en estas condiciones, de los apuntes de González-Ruano brote con tanta facilidad la magia de los grandes diarios: la novela de una vida, la postulación de un personaje inmediatamente familiar, la idea de que una determinada manera de ver las cosas depende directamente de la existencia de ese personaje y de su voluntad de dejar testimonio escrito de ellas.
Todavía, no obstante, han de pasar algunos años y mediar algunas interrupciones para que estos Diarios se desprendan definitivamente de sus lastres periodísticos y mercantiles y alcancen la estremecedora simplicidad y la humanísima verdad de los cuadernos correspondientes a los dos últimos años de su vida. En ellos, un González-Ruano que se siente morir y que, a la vez, se aferra casi maniáticamente a sus costumbres y vicios (el coleccionismo, el donjuanismo, el tabaco y el alcohol), juzga con lucidez sus logros y carencias y acepta, no sin socarronería, la evidencia de la propia extinción. "El terror es blanco. La soledad es blanca", anota en su última entrada. Y en esa blanca soledad que es el olvido (un olvido relativo, claro) descansa el autor desde entonces.