Ensayo

Mal de escuela

Daniel Pennac

2 octubre, 2008 02:00

Trad. de Manuel Serrat Crespo. Mondadori. Barcelona, 2008. 256 páginas, 20’90 euros Leer extracto

Hay escritores que reciben buenas críticas y, sin embargo, la fama internacional les pasa de largo. Es el caso del estupendo narrador francés Daniel Pennac, nacido Pennacchioni (Casablanca, Maruecos, 1944), cuyas novelas, traducidas al español, atrajeron a un grupo selecto de lectores de fino gusto, quienes reconocieron la expresividad de su lengua y el humor con que aborda las más variadas situaciones humanas. Redacta siempre sus obras narrativas partiendo de una historia bien pensada de antemano, que durante el proceso de escritura adquiere cuerpo verbal y cobra una textura particular, pues, al tiempo que cuenta el argumento, deja que su rica inventiva verbal descubra perspectivas inéditas en los pliegues del lenguaje, muchas veces jocosas, de los sucesos. La voz que relata, a su vez, se desdobla, busca ecos de sí misma, en ocasiones habla como narrador y otras por la boca de un simple personaje. La historia contada, podríamos decir, se da un baño de creatividad pennacquiana. Al escritor le gusta redactar estando presente de cuerpo y alma en el nacimiento textual, pues intenta que el momento de la creación sea limpio, y que ocurra cuando el narrador está más lúcido. Quien no haya leído algún volumen de la saga que lleva el nombre del protagonista, Malaussène -desde La felicidad de los ogros (1985) a Los frutos de la pasión (1999), y que incluye mi favorita de la serie, La pequeña vendedora de prosa (1989)-, se pierde una auténtica experiencia lectorial.

El ensayo de hoy, éxito de ventas en Francia, resulta un libro excepcional. Pennac, un pésimo estudiante durante su juventud, cuenta cómo consiguió superar su fracaso escolar y acabó siendo escritor y profesor de escuela secundaria, entregado en cuerpo y alma a la docencia. Esta biografía académica indaga en las causas del debacle personal, buscando una explicación y la manera de prevenir el fallo en los estudios, causado por la falta de confianza en la habilidad personal. Cierra el volumen con unas reflexiones, dignas de subrayado, sobre el estudiante actual.

Pennac nos ahorra el argot pedagógico y las explicaciones psicológicas que suelen acompañar las explicaciones habituales del fracaso escolar. Parte de unas preguntas elementales cómo ¿por qué mis hermanos fueron capaces de sacar buenas notas, de comprender las lecciones impartidas por los maestros, y yo, no? Leyendo su historial, por ejemplo, su incapacidad de hacer un dictado sin faltas, podríamos alegar una explicación plausible: que Pennac padecía una aguda dislexia, es decir, su memoria almacenaba incorrectamente los signos verbales. Pero el autor no busca paliativo alguno para su fracaso escolar.

Insiste que al mal estudiante hay que tratarle con el debido cuidado, y que la solución quizás resida en los docentes, porque la participación de los alumnos en la clase, el que se fijen en lo tratado en el aula, depende en última instancia del profesor, en "mi presencia también en mi materia, de mi presencia física, intelectual y material, durante los cincuenta y cinco minutos que durará la clase" (pág. 111). Nos recordará que fue un profesor quien le incentivó a cambiar de actitud. El docente que un día le sugirió, como si no fuera nada, que redactara una novela, y que lo hiciera bien, porque ya sabía que los críticos eran unos maletas, y echaban faltas, Así Pennac se vio movido, por un lado, a alcanzar el estado de concentración exigido por la escritura, a asumir el papel del yo que relee y corrige. Y para mejorar la ortografía recurrió a los servicios de un diccionario, que desde entones nunca le abandona. El complemento unas buenas lecturas, Tolstoi, por ejemplo, captaron definitivamente su atención, le llevaron a fijarse, a establecer esas cadenas de causa y efecto que crean la verdad y el sentido de todas las cosas.

Todos reconocemos la imagen tantas veces vista de un joven enchufado a su iPod o absorto jugando con una pequeña maquinita, totalmente ajeno al mundo a su alrededor. Ese muchacho encuentra en los juegos un refugio y un descanso del mundo de la educación que le exige participar, poner atención, resolver problemas y escribir correctamente. Estar consciente, en otras palabras. Una parte significante del alumnado tiene problemas con alcanzar ese punto, cuando nuestro ser pensante se tensa y resuelve un problema difícil o escribe un párrafo terso, que expresa exactamente lo que queremos decir. Quizás los padres tengan la culpa de que el niño se haya vuelto un consumidor, un cliente, que "accede a la propiedad sin contrapartida" (pág. 239). ¿Por qué razón los jóvenes van a dejar de ser hábiles consumidores para convertirse en aburridos estudiantes?

Las palabras de Pennac dan que pensar. No vale refugiarse en Google y buscar, buscar... y encontrar mil temas correlacionados. Insisto, hay que pensar en lo que hacemos.