Image: Los premios

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Ensayo

Los premios

Thomas Bernhard

13 noviembre, 2009 01:00

Thomas Bernhard

Traducción de Miguel Sáenz. Alianza Editorial, 2009. 150 páginas. 16 euros

La acerada y pesimista pluma de Thomas Ber-nhard (Heerlen, 1931 - Gmunden, 1989) parece cortada a propósito para abrir un debate sobre un tema tabú: el de los premios literarios. Este novelista austríaco ofrece agudas observaciones sobre las razones de su concesión y cuenta con gracia los entresijos de diversas ceremonias de entrega. De los galardones le satisfacía el dinero y los viajes por Alemania que implicaba su recogida, pagados por instancias públicas. El lector de sus novelas reconocerá el mismo estilo, donde las palabras y el pensamiento se hermanan en una crítica profunda de la sociedad austríaca.

Tamaña sinceridad hiere al lector con su afilado desparpajo. Nada de envanecerse con el honor recibido ni de sentirse parte de una hilera de personajes célebres, que le instalan a uno en el panteón de los ilustres. Por el contrario, nos hace sentir la incomodidad del acto, la falta de interés del premiado y de los políticos que conceden los galardones, que hasta roncan en las ceremonias (pág. 19). El periplo por los premios propicia escenas cómicas, e incluso embarazosas. Bernhard cuenta que no recibió dinero por la primera distinción, mientras que en la entrega de la segunda le llamaron "señora Bernhard", insulto paliado por lo que le susurró a la co-galardonda, a quien trataban de caballero: piensa en el dinero.

Al año siguiente de recibir el premio de la Ciudad de Bremen participó como miembro del jurado, y allí ocurrió otra escena ridícula. Bernhard llevaba un candidato, y cuando llegó su turno lo dijo: Canetti. Los "rostros sentados a la larga mesa se habían contraído dolorosamente [...] había uno que, de pronto, después de haber vuelto a decir yo Canetti, dijo es que también es judío" (pág. 53). Fue rechazado, y tras horas de deliberación, los jurados eligieron casi al azar otro candidato, Hildesheimer, pues querían irse corriendo a comer. No sabían que Hildesheimer, además del introductor del teatro del absurdo y originario de Hamburgo, era también judío.

Una y otra vez, Bernhard muestra su destemplanza hacia el ritual de los premios. Por ejemplo, con ocasión del Premio Nacional Austríaco de Literatura, el ministro de Cultura de turno dijo que él era "un extranjero nacido en Holanda", pero que llevaba tiempo entre ellos (pág. 84). Sabido es que Bernhard nació por casualidad en los Países Bajos, pero pasó toda su vida en Austria. Una falsedad envuelta en una estupidez, comenta el autor. Pero lo peor estaba por venir. Se encontraba muy mal: "Ahora te has unido a esos que se sientan en la sala y escuchan, y hacen causa común con su santidad el ministro con oídos hipócritas. Ahora eres uno de ellos, ahora perteneces también a esa gentuza, que siempre te ha enfurecido y con la que, toda tu vida, no has querido tener nada que ver" (pág. 85). El ministro "recibió un aplauso atronador" (pág. 86). Y entonces se levantó nuestro autor a leer su discurso de agradecimiento: cuando dijo: "El Estado es una creación constantemente condenada al fracaso" (pág. 130), el ministro se levantó y salió de la sala dando un portazo. Al día siguiente un periódico de Viena escribió sobre "una chinche a la que habría que exterminar" (pág. 89). El intento de orillar sus obras de teatro y las de Peter Handke, entre varios, compone otro de los episodios contados, revelador del odio con que las medianías acosan al talento.

El pesimismo genial de Bernhard, la negativa opinión sobre su país, sobre Salzburgo, donde vivió mucho tiempo, basada en la mala influencia que una vida ciudadana dominada por falsos gestos ejercen sobre las personas débiles, se da de alta en el texto. Estas páginas testimonian el profundo desdén autorial por la mediocridad. Su pesimismo lo aprendió en Shopenhauer, mientras sus altas miras, el placer de codearse con lo sublime, vienen de la gran tradición filosófica alemana, Kant, Hegel, de Shakespeare...