El daño oculto
James Stern
23 abril, 2010 02:00Obrero entre las ruinas de Berlín, en 1945
Desde el principio, el autor pone de manifiesto su sorpresa por este cometido: Stern y sus acompañantes miran, anotan, visitan y entrevistan sin que llegue a despejarse el sentido último de la comisión investigadora. De hecho, en un momento determinado admite un cierto aburrimiento, "no tanto por la monotonía del trabajo sino por el sentimiento de desperdicio evidente del tiempo y el sinsentido del tal trabajo" (p. 351).
En estas coordenadas, lo mejor del libro puede probablemente hallarse entre líneas o en un discreto segundo plano, y no es otra cosa que el retrato contenido de la desolación humana y material que se ha enseñoreado del país que presumía de ser epítome de la civilización europea. Desde el momento mismo de la llegada, la dificultad principal que confiesa el autor es "reconocer" los viejos lugares familiares: "a la mente le lleva un largo tiempo asimilar la destrucción a semejante escala" (p. 111). Los testigos hablan del bombardeo de Darmstadt. Munich parecía "haber muerto de una manera peculiar, como una mujer hermosa a quien hubieran matado de muchos disparos". Los bombardeos de Núremberg, por el contrario, habían dejado un escenario de tintes surrealistas.
Nada es comparable, empero, al propio sufrimiento humano: personas tratadas peor que si fueran ganado, sometidas al frío, al hambre, a la exasperación, al trato más inhumano y degradante. Aunque Stern utiliza en sus descripciones un tono neutro, casi distante, y contiene emociones y sentimientos, no puede evitar que en sus páginas aflore la gran tragedia que supuso la guerra: crímenes masivos, ejecuciones espeluznantes, suicidios, violaciones, todo el catálogo de la crueldad humana que ha dejado sus cicatrices físicas y psíquicas en unos seres que parecen aturdidos y cuyo único objetivo es sobrevivir a cualquier precio.
La conclusión a la que llega Stern no puede ser más paradójica con la finalidad que le ha llevado a Alemania, informar. La actitud pesimista no deriva ahora tan sólo de contemplar una realidad atroz sino que afecta a la comunicación de la misma. En la reflexión final, de vuelta a casa, trata de ensayar una charla imaginaria con su mujer y sus amigos, para contarles lo que ha visto. "Y entonces supe que la conversación resultaría vana (...) porque un abismo se interpone entre aquéllos que han visto y aquéllos que no, un abismo que la palabra hablada no puede franquear" (p. 461).