George Orwell o el horror a la política
Simon Leys. Traducción de M. Pérez.
3 septiembre, 2010 02:00George Orwell
Orwell nunca repudió el socialismo. Su experiencia como combatiente en la guerra civil española casi le cuesta la vida, pero le abrió los ojos sobre el totalitarismo soviético. Nunca se identificó con el liberalismo que atribuye el progreso y la justicia a la economía de mercado. Ignorar este dato es obrar de mala fe. Panfletista inmisericorde, Orwell nunca abjuró de sus convicciones esenciales, como la justificación de violencia para oponerse a la tiranía. En su célebre artículo sobre Gandhi, mostró su desconfianza hacia los hombres que exaltan el pacifismo: "Si alguien deja caer una bomba sobre vuestra madre, dejad caer dos bombas sobre la suya". Simon Leys nos recuerda que George Orwell no es un autor imaginativo. El camino de Wigan Pier (1937) y Sin blanca en París y Londres (1931) son literatura documental. Leys afirma también que Orwell creó un género literario que luego se han atribuido Truman Capote y Norman Mailer. Leys asimila la figura de Orwell con la de Simone Weil. Ambos se solidarizaron con la desgracia de la clase obrera, pero Weil siempre mantuvo una perspectiva trascendente, mientras Orwell se movió en una realidad plana del agnóstico.
La estancia en un internado inglés inspiró en Orwell una profunda repugnancia hacia cualquier forma de autoridad. Sufrir el abuso de poder le ayudó a comprender el desamparo del individuo en las sociedades totalitarias. Su defensa de la libertad no le acerca a las democracias capitalistas, pues nunca ocultará su indiferencia y hostilidad hacia el dinero. El éxito le parece obsceno y la riqueza una forma de autodegradación. Su opinión de la justicia no es mejor. Después de contemplar una ejecución, escribirá un breve ensayo titulado: Un ahorcamiento, donde afirma que "el peor criminal de la historia es moralmente superior al juez que lo envía a la horca".
Con su desprecio hacia las instituciones, Orwell es un "anarquista conservador", que no exalta la guerra, pero sí se encuentra a gusto en el campo de batalla. Orwell apreciaba mucho el valor físico, la camaradería masculina y la belleza de las armas. Odiaba la política, pero escribía sobre ella. Se sentía cómodo en mitad de una refriega bélica, pero fue incapaz de disparar a un fascista que corría medio desnudo, sujetándose los pantalones. La derecha neoliberal no puede reclamar el legado de Orwell, olvidando que soñaba con la imagen del "Hotel Ritz requisado para alojar a las milicias rojas".
Orwell anhelaba una muerte violenta y viril, que le eximiera de la vejez. En el frente de Aragón, una bala en el cuello casi realiza su deseo, pero sobrevivió y murió de tuberculosis a los 46 años. Pasó los tres últimos años de su vida en hospitales. Se cumplió su peor temor, pues "una muerte natural significa, casi por definición, algo lento, nauseabundo y atroz". La realidad no suele ser muy considerada con los escritores, pero Orwell sigue ocupando un puesto de tirador, con el arma preparada para combatir por la libertad, la justicia y la igualdad.