Vertov en pleno rodaje

Traducción de Joaquín Jordá. Capitán Swing. 2011. 421 páginas, 20 euros



La Revolución Rusa fue unida a una amplia transformación de la práctica totalidad de los lenguajes artísticos. La vanguardia política revolucionaria estuvo engarzada con una vanguardia artística igualmente revolucionaria, pues se teorizó y se puso en la práctica la idea coherente de que una sociedad nueva y un hombre nuevo sólo serían posibles con un arte nuevo que propiciara y, al tiempo, narrara el alumbramiento y la consolidación de un mundo nuevo, un arte alejado del decadentismo, en el fondo y en la forma -la misma cosa- del arte y la sociedad burgueses. Dziga Vertov (1896-1954) fue, en el terreno del cine, uno de los máximos puntales del intenso vector transformador. Si Eisenstein o Pudovkin lo fueron en el campo de la ficción, Vertov lo fue en el universo del documental, no sólo por su dedicación a este género, sino a partir del expreso rechazo del cine de ficción, del drama novelesco visualizado, que combatió y consideró inadecuado y dañino para el presente y el futuro de la clase obrera.



El joven Vertov, hasta su irrupción en el cine, a los 22 años, se había movido en el mundo de la música y de la literatura, proclamándose vinculado -como su luego amigo, el poeta Maiakovski, de quien da cuenta en este libro- al movimiento futurista, nacido en 1909, corriente troncal de sucesivas vanguardias.



En Memorias de un cineasta bolchevique queda patente, digámoslo ya, una escritura deudora de la poesía: frases cortas, nerviosas, incisivas y precisas, un ritmo frenético que encaja lo mismo con la claridad asertiva buscada para la teorización que con el pensamiento aforístico o la consigna penetrante y energética que persigue proponer, combatir e incitar.



Con una actividad incesante y prolífica, los logros fundamentales de Dziga Vertov pueden resumirse -a fuerza de simplificar- en su teoría y praxis del Cine-Ojo, concretada y desarrollada a partir de 1922 en sucesivos manifiestos y en infinidad de noticiarios -el centro nuclear de su trabajo- y en la película El hombre de la cámara (1929), de extraordinaria influencia, un documental sobre la vida de una gran ciudad de la mañana a la noche, rodado sin guión previo con el propósito de captar "la vida de repente" y gran antología de los novedosos recursos técnicos y estilísticos del cine de Vertov.



Los "kinoks"-así se autodenominaban Vertov y los seguidores del "Cine-Ojo"- desarrollaron una frenética labor, alejados de los platós, en el ámbito de los noticiarios, pretendiendo tanto ser testigos de la actividad de la clase obrera revolucionaria como servirla de ariete de propaganda y martillo de sus enemigos. El método: colocar la cámara frente al hombre, su máquina y su tarea. El libro entrevera un amplio conjunto de proposiciones teóricas con el pormenorizado testimonio de las circunstancias y procesos de trabajo de las múltiples realizaciones del cineasta, así como con observaciones y relatos autobiográficos del director que nos acercan a su memoria, a su lado más íntimo y personal.



Vertov, que vivió su apogeo en el periodo leninista, fue poco a poco arrinconado por el estalinismo, especialmente a partir de 1932, cuando la impuesta y obligada doctrina del "realismo socialista" fue dejando en la cuneta o en el ostracismo de las tareas secundarias no sólo a cineastas como él, sino a infinidad de escritores y artistas de vanguardia, considerados sospechosos e inasequibles para las empobrecedoras y opuestas nuevas consignas. El volumen cuenta con esclarecedores estudios previos y con una instructiva biofilmografía, y se completa con tres guiones del Grupo Dziga Vertov, liderado en los años 60 por Godard, a quien se debe el histórico texto ("Carta a Jane Fonda") que cierra el libro.