Olegario González de Cardedal

Encuentro. Madrid, 2011. 597 páginas, 35 euros



Sobre todo desde los años 60 -hace casi 50 años-, Olegario González de Cardedal (Lastra del Cano, Avila 1934), que precisamente ayer tenía previsto recibir de manos de Benedicto XVI el I premio Ratzinger, ha ido tejiendo reflexiones sobre la situación de la teología española. Y, como lo ha publicado, ha podido, por fin, llevar a cabo la síntesis que hacía falta. Estamos, pues, ante un libro de esos que solemos considerar "necesarios". Es una síntesis equilibrada, expresada con lenguaje asequible para quienes no sepan teología, contextualizada suficientemente con lo demás en la historia de España desde medianos del siglo XX y muy medida a la hora de disentir de las posturas de unos u otros.



González de Cardedal ha optado por quedarse a medio camino -desde el punto de vista formal- a la hora de reunir lo que ha escrito y pensado en estos 60 años. El libro está formado por varios de esos textos publicados en muy distintas fechas. Pero los ha rehecho todo lo imprescindible para que el resultado final constituya una unidad coherente. No es, por tanto, una síntesis plena, sino más bien una armadura completa que se compone de distintas piezas.



La parte propiamente histórica ocupa las primeras doscientas páginas del volumen. Podría ser un libro por sí solo. Disfrutará -y aprenderá- con su lectura cualquier aficionado a la historia más reciente de España; verá de qué manera los grandes acontecimientos y tendencias políticas, sociales y -en menor medida- económicas han repercutido en el quehacer de los teólogos y hasta qué punto la trayectoria de la teología española en ese medio siglo entrelaza lo que es, sin más, la historia de España con la historia de la Iglesia en los momentos críticos que -sólo superficialmente- pueden atribuirse al Concilio Vaticano II.



La obra tiene, además, un carácter prospectivo que está bien enlazado con lo histórico en los capítulos finales. Entre otras muchas cosas, el autor echa en falta -en la teología española- un mayor desarrollo de las virtualidades de la cultura española precisamente. Tiene razón -a mi entender- cuando insiste en echar en falta el desarrollo de la herencia de la mística del siglo XVI y de la cosmovisión cristiana que se expresa con notable profundidad en la literatura del Siglo de Oro. Llama la atención que esto último haya sido desarrollado mejor y más por un teólogo suizo eminente -Von Balthasar- que por los españoles. También echa de menos -y lo enlaza, además, con lo anterior- el desarrollo teológico de los hallazgos de la filosofía española del siglo XX. Es clamoroso, ciertamente, que un sistema como el de Zubiri no haya llegado a crear la escuela a que podría dar lugar. Por ejemplo.



En ese capítulo (el de la prospectiva), hay una ausencia demasiado importante. Es la que se refiere a la exégesis bíblica, cuyo carácter de soporte capital para la teología es obvio. Justo porque el autor lo sabe, sorprende que no le llame la atención el silencio de los teólogos españoles -conservadores y progresistas, si se quieren llamar así- sobre hallazgos que, en estos últimos 50 años precisamente, han tenido una repercusión internacional de la que han carecido la mayoría de las demás aportaciones teológicas españolas. Me refiero ante todo al "terremoto" exegético que supusieron los hallazgos de Díez Macho -a quien se cita de pasada una sola vez- y la publicación consiguiente de la Biblia Políglota Matritense. Es difícil dar -en todo el mundo- con un exegeta que hable de las fuentes targúmicas y no mencione a Díez Macho o a Domingo Muñoz.



Menos importante desde el punto de vista internacional pero más llamativo desde el español es que las referencias -que no faltan, claro es- a los filósofos exiliados no pongan de relieve el fondo eminentemente cristiano que dominaba entre ellos y que muestran dos libros de la misma editorial Encuentro, Filosofía del exilio, de De Llera, y, muy recientemente, Cuerpo vivido, de Agustín Serrano de Haro.



No sé si es mayor o menor que las anteriores la ausencia de lo que se refiere a la "continuación" del pensamiento aristotélico-tomista en la obra y la escuela formada por L. Polo, a quien menciona un par de veces. En este último caso, además, a uno le llama especialmente la atención que las implicaciones filosóficas de su filosofía (el abandono del límite mental y todo el edificio de su antropología transcendental) no hayan sido suficientemente atendidas -a mi modo de ver- por los teólogos del propio entorno del filósofo.