Carta geográfica de Martín Waldseemüller (1507)

Traducción de Stella Mastrangelo. Katz, 2013. 631 pp. 33 euros

"En este, el mejor de los mundos posibles, todos los acontecimientos están encadenados", dice el doctor Pangloss al final de Cándido, de Voltaire. "Si no te hubieras visto envuelto en la Inquisición, o no te hubieras pateado América... no estarías aquí comiendo fruta escarchada y pistachos". "Cierto", le responde Cándido. "Pero ahora debemos ocuparnos de nuestro jardín". A Voltaire le habría encantado el último y excelente libro de Charles C. Mann, 1493: Uncovering the New World Columbus Created. A lo largo de más de 500 animadas páginas, no solo explica la cadena de acontecimientos que produjo esas frutas escarchadas, nueces y jardines, sino que también entrelaza sus historias para componer una convincente explicación de por qué nuestro mundo es como es. El libro de Mann mejora al de Voltaire, ya que empieza en un jardín y también acaba en otro. El primero es el jardín del propio Mann en Massachusetts; el segundo, la parcela de una familia filipina en Bulalacao. A pesar de estar a medio mundo de distancia, en los dos jardines crecen muchas de las mismas plantas y casi ninguna es autóctona. Esto, nos dice Mann, es el sello de la era ecológica en que vivimos: el "Homogenoceno", la era de la Homogeneidad. 1493 empieza donde lo dejó el éxito de ventas de Mann, 1491: Nuevas revelaciones sobre las Américas antes de Colón. En 1491,el Atlántico y el Pacífico eran barreras casi infranqueables. Habría dado igual que América estuviese en un planeta diferente al de Europa y Asia. Pero la llegada de Colón al Caribe en 1492 lo cambió todo. Plantas, animales, microbios y culturas empezaron a circular por el mundo, y así llegaron los tomates a Massachusetts, el maíz a Filipinas y los esclavos, los mercados y la malaria a todas partes. Mann reconoce noblemente que gran parte del argumento procede del clásico de Alfred W. Crosby Imperialismo ecológico: la expansión biológica de Europa, 900-1900, publicado por primera vez hace 25 años. Este libro ha tenido una influencia enorme en el mundo académico, pero Mann pensaba desde hace tiempo que había que actualizarla. Cuando conoció a Crosby, dio la lata al historiador para que escribiera una nueva edición. Crosby acabó diciéndole: "Vale, si piensas que es tan buena idea, ¿por qué no la actualizas tú?". Y eso hizo Mann. Sin embargo, 1493 es mucho más que un simple refrito de Imperialismo ecológico. Mann lleva el argumento a un nuevo terreno al insinuar que solo si entendemos lo que Crosby llamó "el Intercambio Colombino" -la transferencia de plantas, animales, gérmenes y gente de un continente a otro a lo largo de los últimos 500 años- podemos dar sentido a la globalización contemporánea.



La lección de historia, sostiene Mann, es que "desde el principio, la globalización ha conllevado enormes mejoras económicas y turbulencias ecológicas y sociales que amenazaban con anular esas mejoras". Con admirable imparcialidad, el autor muestra que los costes y los beneficios de la globalización siempre han sido inseparables. No podemos tener unos sin los otros. El traer la patata a Europa permitió que la hambruna irlandesa matara a millones cuando las cosechas se arruinaban, pero también mantuvo vivos a otros millones de campesinos medio muertos de hambre. El llevar la malaria a las Américas despobló parte del Nuevo Mundo, pero también mantuvo a los ejércitos europeos alejados de otras partes.



Mann puede incluso entender el punto de vista de los leñadores armados con motosierras que desforestaron las Filipinas para que los estadounidenses pudieran tener muebles baratos: "Estos agentes de la destrucción solo estaban poniendo comida en la mesa". Mann ha resuelto la difícil papeleta de contar una historia complicada con una prosa amena y clara y al mismo tiempo negarse a reducir sus ambigüedades a eslóganes. Mann no es un historiador profesional, pero la mayoría de los profesionales podrían aprender mucho de la habilidad con que hace esto. El libro adopta un planteamiento más o menos cronológico, empezando en 1493 y continuando hasta 2011, y abarca prácticamente todos los continentes. Es de gran actualidad combinar campos tan variados como la historia, la inmunología y la economía, pero Mann no trata de impresionarnos con sus conocimientos. Nos presenta un detalle fascinante tras otro (¿quién sabía que "¡Si no hay patatas, no hay papismo! fue un eslogan electoral en la Inglaterra de 1765?"), siempre con un lenguaje vívido. Lo más impresionante es la manera en que se las ingenia para convertir plantas, gérmenes, insectos y excrementos en protagonistas de su drama al tiempo que hace desfilar ante nosotros un inolvidable reparto de personajes humanos. Consigue que hasta los temas que parecen menos prometedores resulten fascinantes. Yo nunca miro un trozo de caucho de la misma forma ahora que me han presentado a los depravados nuevos ricos del Brasil del siglo XXI refrescando el gañote con champán en bañeras y acribillándose a balazos en las calles de Manaus. Todos los historiadores tratan de reflejar correctamente el equilibrio entre la voluntad humana y las inmensas fuerzas impersonales. "¿Debería atribuirse a la malaria parte del mérito por la Proclamación de Emancipación?",pregunta Mann, y aunque estoy seguro de que tiene razón cuando responde que "la idea no es imposible", esta afirmación parece ir demasiado lejos. Pero ahí reside parte del atractivo del libro. Casi todo el mundo encontrará algo que desafía sus suposiciones.



Mann también quiere que los europeos cedan parte del protagonismo al resto de la humanidad. En los 60, los historiadores empezaron a dejar de retratar a los europeos como heroicos aventureros que crearon el mundo moderno y a pintarlos como malvados explotadores. Pero con eso y todo, siguieron asignándoles los papeles principales. Mann resalta una y otra vez que las cifras no justifican esto. "Buena parte del gran encuentro entre las dos mitades diferentes del mundo", señala, "fue menos un encuentro entre Europa y América que entre africanos e indios". Hasta el XIX, los europeos siguieron siendo minoría en el Nuevo Mundo. A Mann se le podría reprochar el que a veces parezca olvidar que desde 1492 han sido principalmente los europeos (no los africanos ni los indios americanos) los que han puesto a los animales, las plantas y los microbios en movimiento, pero sus argumentos más generales siguen siendo válidos.



Allá por la década de 1870, por ejemplo, el Gobierno británico, preocupado por sus suministros de caucho, se ofreció a comprar todas las semillas de caucho que pudieran sacarse de contrabando de Brasil. La gente no se preguntó lo que eso significaría para Laos, ¿por qué iba a hacerlo? Pero al cabo de 140 años, la cadena de acontecimientos que originaron ha llevado la agitación social y la amenaza de ruina ecológica a este alejado rincón del mundo. No hay ningún sitio en el que esconderse de la globalización. Mann prueba que Pangloss tenía razón: los roces de Cándido con la Inquisición y los indios americanos no fueron acontecimientos aleatorios. El Intercambio Colombino ha dado forma a todo lo relacionado con el mundo moderno. Nos trajo las plantas que cuidamos en nuestro jardín y las plagas que se las comen. Y a medida que coge velocidad en el siglo XXI, es posible que vuelva a llevarse las dos. Si quieren entender por qué, lean 1493.