Anna Politkóvskaya. Foto: Women Journalist
El 7 de octubre de 2006 Vladimir Putin, antiguo agente del KGB y por entonces presidente de Rusia, cumplió cincuenta y cuatro años. Ese mismo día Anna Politkóvskaya (1958-2006), una periodista rusa que había destacado por sus aceradas críticas de los abusos y de la corrupción imperantes en su país, fue asesinada a tiros en el ascensor de su apartamento moscovita.La muerte violenta de un periodista no es un hecho insólito en Rusia, donde ciento sesenta y cinco fueron asesinados entre 1993 y 2009, según una relación que se puede consultar en Internet. El enorme prestigio de Politkóvskaya, ganado a pulso mediante sus valientes reportajes, que le habían valido numerosos premios internacionales, incluido el Vázquez Montalbán de periodismo, hizo sin embargo que su muerte tuviera un inusitado eco mundial. Casi un mes después otro destacado crítico del régimen ruso, el ex agente del KGB Alexander Litvinenko, exiliado en Gran Bretaña, fue envenenado con polonio radioactivo, una sustancia que no está al alcance de cualquier sicario del crimen organizado. Antes de su muerte, ocurrida tres semanas después, Litvinenko nombró a quien consideraba culpable de su envenenamiento y del asesinato de Anna: el presidente Putin. Los portavoces del Kremlin culparon en cambio de estos crímenes a los enemigos de Rusia. Tres sospechosos del asesinato de Anna fueron absueltos en un juicio que concluyó en 2009, con lo que seguimos sin saber quién quiso hacer a Putin aquel terrible regalo de cumpleaños, mientras que el principal sospechoso del asesinato de Litvinenko fue elegido diputado de la Duma. Segúm el informe que cada año publica Freedom House, Rusia y Belarus son hoy los dos únicos países no libres de Europa.
Esto explica por qué Sólo la verdad no sólo es una magnífica colección de artículos, sino un formidable testimonio acerca del lado oscuro de una de las grandes potencias mundiales, escrito por alguien a quien su amor a la verdad le costó la vida. Resulta particularmente inquietante el artículo con el que se abre la colección, encontrado en su ordenador después de su asesinato, en el que denunciaba la pirámide de poder construida por el presidente Putin, basada en un sistema de favores a los afines al Kremlin y de exclusión de los críticos, con el agravante de que la mayoría de sus colegas, los periodistas rusos, habían optado por adscribirse al primer grupo. Dada la suerte que pueden correr los periodistas incómodos no es sorprendente, pero cuando los medios de comunicación se pliegan al poder desaparece uno de los pilares de la libertad.
De todos los rincones de Rusia, ninguno ha sufrido tantas atrocidades como la república rebelde de Chechenia, sobre todo en el curso de la segunda guerra, iniciada en 1999 y que contribuyó paradójicamente al prestigio de Putin como gobernante enérgico. Politkóvskaya se queja de la escasa atención que Occidente, deseoso de mantener buenas relaciones con Moscú, ha prestado a las atrocidades rusas en el Cáucaso, pero reconoce también la nausea que le provocó una señora francesa con la que coincidió en un debate televisivo en París, llena de admiración por los rebeldes chechenios. Éstos han cometido terribles crímenes, como el secuestro de los niños de una escuela en Beslan, pero Politkóvskaya defendió siempre una solución negociada al atroz conflicto. Esto, junto a su denuncia de los crímenes cometidos por fuerzas rusas, ampliamente documentados en Sólo la verdad, le dio una particular capacidad como mediadora. Los terroristas chechenios que en 2002 tomaron como rehenes a los espectadores de un teatro en Moscú, le permitieron entrar y hablar con su jefe, una escena impresionante que ella narra. Dos años después pretendió también mediar en el secuestro de los niños de Beslan, pero se lo impidieron: fue envenenada en el avión en que volaba hacia el Cáucaso, aunque aquella vez los médicos pudieron salvarla.
El libro se complementa con algunas fotografías, una de las cuales me ha impresionado. La retrata a los trece años y no creo equivocarme al decir que la expresión de sus ojos y su sonrisa algo irónica apenas esbozada revelan inteligencia y firmeza. Fue sin duda una mujer extraordinaria, que encarnó toda la nobleza que puede alcanzar la profesión de periodista cuando la guían el amor a la libertad y la verdad. A veces se dice que no hay nada por lo que valga la pena matar o morir, pero no lo creo: Anna no murió en vano.