Jean Paul Sartre y Alain Minic



El general De Gaulle comentó una vez acerca de Raymond Aron que no se sabía si era un periodista que daba clases en la Sorbona o un profesor que escribía en Le Figaro. Con ello dio una pista para identificar ejemplares de esa curiosa especie que son los intelectuales: ni todos los profesores ni todos los periodistas lo son, pero un profesor que escribe en la prensa es fácil que lo sea. Dicho de otra manera, un intelectual es un hombre o una mujer cuyo prestigio deriva de su actividad profesional en algún campo de la cultura y que entra en liza en el debate público acerca de cuestiones de actualidad, en defensa de unos valores a los que se mantiene fiel. En el mejor de los casos, se convierte en la conciencia crítica de una sociedad; en el peor, en alguien que opina sobre temas que desconoce profundamente.



La especie es universal y si tuviera un santo patrón debería ser Sócrates, pero hay que reconocer a Francia el mérito de haberle dado nombre y haber producido algunos de los más brillantes ejemplares de los tres últimos siglos. El término surgió cuando algunos lo utilizaron de manera despectiva para referirse a quienes, como el novelista Émile Zola, habían salido en defensa del capitán Alfred Dreyfus, que había sido injustamente condenado por traición. Alain Minc (París, 1949) , él mismo un intelectual prestigioso y discutido, recuerda sin embargo en su inteligente y amena historia de los intelectuales franceses, a cuyo brillante estilo no siempre hace justicia la versión española, que fue Voltaire quien fundó la gran tradición en la que se inscribe Zola.



Voltaire no fue un filósofo sistemático, ni un grandísimo dramaturgo, novelista o historiador, tampoco era intachable en todos los aspectos de su vida privada, amó en extremo el dinero y mostró una curiosa admiración por déspotas extranjeros como Federico II de Prusia o Catalina de Rusia, pero sin embargo fue, en palabras de Alain Minc, "el primer intelectual de nuestra historia, el primero que ejercerá sobre la sociedad un magisterio tan completo como el del rey sobre el Estado, el primero que hará de la defensa de los oprimidos un valor indiscutible". En una Francia regida por la monarquía absoluta, él pudo con las solas armas de su conciencia moral, su capacidad de análisis, su gran ingenio y un valor cívico que no tuvieron contemporáneos de la talla de Jean Jacques Rousseau o Denis Diderot, conseguir la revocación de las condenas de personas bárbaramente ejecutadas por delitos que no habían cometido.



No todos los herederos de Voltaire han tenido el mismo acierto en su percepción de la realidad y en sus opciones morales. Un ejemplo clásico es el del claroscuro de ceguera y lucidez que caracterizó la actitud de los intelectuales occidentales ante el comunismo durante el pasado siglo. Entre los casos que analiza Minc, vale la pena recordar el de André Gide, el novelista refinado e introvertido cuyo valor cívico se tradujo en la defensa pública de la homosexualidad y la condena del colonialismo en el Congo, en dos impactantes libros publicados en los años veinte, y más tarde, tras una etapa en que creyó ver en el comunismo la esperanza de un mundo mejor, en la denuncia de los horrores del estalinismo, en un libro que publicó a su regreso de un viaje a Rusia en 1936, que le valió el repudio de buena parte de la intelectualidad de izquierdas.



Luego vinieron los años de Sartre, un hombre de genio que ejerció un enorme magisterio intelectual y se equivocó a menudo, y de Raymond Aron, un hombre aislado, defensor de los valores occidentales frente al comunismo y critico a la vez del colonialismo, que casi siempre acertó. De la mente de Sartre hizo Aron una disección realmente despiadada: "alega un ideal humanitario para despreciar a los hombre vivos y no se salva del nihilismo más que por apego a un proletariado mítico y a una revolución irrealizable." Los errores de Sartre no deben sin embargo hacer olvidar su enorme talla, ni la de quien formó con él la "pareja real", la extraordinaria Simone de Beauvoir.