Ensayo

Memorias

Joaquín Costa

30 marzo, 2012 02:00

Edición de Juan Carlos Ara. Larumbe. Zaragoza 2011. XLVIII + 582 páginas. 24 euros

Una de las peculiaridades de nuestra vida intelectual es la falta de reconocimiento -quiero decir con todas sus consecuencias, no meramente de cara a la galería- de nuestras grandes figuras públicas. Un reconocimiento (ocioso tendría que ser decirlo) que empieza o debe empezar por la lectura y, en su caso, la edición cuidadosa de los textos de esos autores señeros que han marcado una época o que han desempeñado un papel relevante en nuestra historia.

La figura de Joaquín Costa (Monzón, 1846-Graus, 1911) no puede ser más representativa de esa situación de incuria: mucho más citado que leído, resultaba casi escandaloso que sus atrabiliarias memorias permanecieran prácticamente inéditas a pesar de distintas iniciativas de algunos historiadores y de los mismos herederos para que fuesen conocidas. De modo que lo primero que se debe hacer en este caso es saludar la publicación de las mismas, suscribiendo el tono de satisfacción que usa el propio prologuista, el profesor Ara Torralba, al titular la primera página de su estudio preliminar: "Y al fin, las Memorias de Costa".

Lo segundo que hay que subrayar es precisamente el magnífico trabajo de edición que se ha realizado: además de la mencionada introducción, precisa y esclarecedora, las algo más de cuatrocientas páginas que abarca el manuscrito de Costa se complementan con ¡mil cien! notas del editor (unas ciento veinte páginas en letra pequeña), más una bibliografía elemental, un índice onomástico y otro toponímico. El resultado es un volumen ejemplar en su modalidad, capaz de satisfacer tanto al simple curioso o interesado en el texto específico de Costa como al historiador o erudito que necesita datos más pormenorizados del ambiente o la época que vivió el ilustre aragonés.

Por lo que respecta al contenido propiamente dicho, aquí está, como no podía ser menos, Joaquín Costa en estado puro, con todo lo que tenía el personaje de excesivo, quejumbroso, apocalíptico y reiterativo, por citar tan sólo algunas de las características que saltan a la vista al lector de estas páginas. Ya para empezar el subtítulo que se repite en las distintas portadas manuscritas -"en este valle de lagrimas"- resulta suficientemente indicativo del carácter y actitud del memorialista que, en efecto, ve el mundo con los más oscuros colores, concibe la vida en tono sombrío y, por encima de todo, considera la suya propia como una sucesión de profundos fracasos, dolorosas frustraciones o, como mínimo, inmerecidos reveses. Y ello tanto en el campo profesional como en el ámbito político e incluso en la esfera más privada de los asuntos sentimentales o amorosos.

Divididas en varios bloques que abarcan un período no excesivamente extenso de la vida de Costa (1864-1878), más un apéndice de "hojas sueltas" (1878-1880), el denominador común del manuscrito es esa propensión negativista que surge del propio autor y contamina todo lo que ve, el ambiente que retrata y las personas que enjuicia. Con muy contadas excepciones, la España menuda que describe el autor viene a ser el reino de la mezquindad, el oportunismo y la hipocresía, un medio social en el que no halla acomodo y que le produce una desazón moral que en muchas ocasiones es indisociable del sufrimiento físico (Costa padecía una distrofia muscular progresiva). Podría argüirse que el pesimismo de nuestro autor era la consecuencia de ese medio pero la lectura de las Memorias induce más bien a pensar que una previa actitud lastimera -para empezar consigo mismo- proyectaba su sombra sobre todo lo que le rodeaba. "Mi vida entera -escribe en la primera página- ha sido un tejido de pesares y lágrimas". Y un par de páginas más adelante lanza una "¡maldición sobre mí y sobre mi raza!" al trazar un cuadro de padecimientos y humillaciones: "¡Ah! ¡Desgracia!... ¡No sé cómo me complazco en pensar en mi misma degradación!".

Joaquín Costa, como dice Ara Torralba en el prólogo, no concebía la existencia más que como una perpetua agonía. Era algo que ya sabíamos por sus escritos más difundidos y por su actividad pública. Ahora, estas memorias nos ponen de relieve que también en la esfera más íntima el "león de Graus" se veía "triste, fatal y sombrío" (p. 59): con frecuencia reconoce que se "ahoga" y necesita "llorar mucho".