Retrato de Isabel I por Juan de Flandes

Dykinson. Madrid, 2012. 264 páginas. 16,50 euros.

En los últimos años, con motivo del quinto centenario del fallecimiento de Isabel la Católica (1504), han sido muchos los libros, de diverso valor, que han tratado sobre la reina. El que ahora nos presenta Ladero (Valladolid, 1943) es sin duda de los más sólidos. Su autor, catedrático de la Universidad Complutense y académico, pertenece a una de las mejores escuelas españolas de medievalistas, la fundada por Luis Suárez y que el propio Ladero ha dilatado con numerosos discípulos. Su extensa bibliografía sobre el final de la Edad Media castellana e hispana es el resultado de la competencia, seriedad, capacidad de trabajo y entusiasmo que ha dedicado siempre a su profesión. Sus conferencias de los últimos años, que ahora reúne en varios estudios de conjunto, componen un acercamiento muy completo a la personalidad de Isabel la Católica y su obra política, una magnífica síntesis para quien quiera acercarse con solvencia al personaje y su época, como se ve tanto en la capacidad para reducir las diferentes cuestiones a sus aspectos fundamentales, como en el profundo apoyo bibliográfico de todos los temas que toca. Al ser una serie de ensayos autónomos, se lee además con mayor interés que si respondiera a un planteamiento clásico, pues no solo combina la síntesis con el estudio particularizado y a fondo que realiza en cada uno de ellos, sino que tiene la habilidad de no dejarse ninguna cuestión importante en el tintero. Una virtud adicional, pero en absoluto desdeñable, es la alta calidad formal del texto, que incrementa el placer de su lectura.



Es evidente que Ladero siente simpatía y admiración por la reina, aunque ello no perjudica para nada su análisis de historiador. No deja de ser injusto que, en una época ávida de descubrir en el pasado histórico mujeres de relieve, la figura de la reina castellana apenas sea valorada más que por sectores conservadores, especialmente dentro del mundo católico. Es evidente que su política religiosa no despierta simpatías, aunque hay que considerarla, como hace Ladero, desde los presupuestos de una época muy distinta a la nuestra. Pero no convendría olvidar los numerosos valores de alguien que, en un mundo en el que las mujeres no contaban, fue capaz de imponer de forma incontrastada su autoridad, realizando una impresionante obra de organización política y de gobierno. Su propio marido hubo de aceptar compartir con ella la corona, cuando la costumbre era que las reinas se limitaran a transmitir el poder a sus esposos.



En Castilla, aunque a diferencia de otros reinos una mujer podía ser reina propietaria, ninguna de sus dos predecesoras afirmó su poder como ella, y si el reinado de doña Urraca (1109-1126) estuvo lleno de conflictos, debidos en parte a su condición femenina, doña Berenguela (1217) renunció a favor de su hijo Fernando III. No conviene olvidar tampoco que su hija y sucesora Juana I fue apartada del poder, primero por su marido y luego por su padre y por su hijo, y probablemente lo hubiera sido también de haber estado mentalmente sana, pues para que una mujer gobernase entonces tenía que tener una personalidad y unas capacidades fuera de lo común, como las de Isabel la Católica.