Sylvia Nasar. Foto: Antonio Heredia

Traducción de Zoraida de Burgos. Debate, 2012. 607 páginas. 20 euros, Ebook: 13'99 euros



Como era de esperar en la autora de Una mente maravillosa, Sylvia Nasar tiene una pluma ágil y diestra a la hora de retratar las vidas y amores de sus protagonistas: Marx y Engels, Marshall, Beatrice Webb, Fisher, Schumpeter, Hayek, Keynes, Joan Robinson, Friedman, Samuelson y Sen. Pero no explica bien en La gran búsqueda las teorías de esos pensadores, ni las inscribe en contextos históricos o analíticos que ayuden al lector a comprenderlas. Lo que sí hace, desde el principio hasta el final, es subrayar una idea que para ella simboliza el progreso humano y felicitarse porque los economistas la van compartiendo cada vez más a medida que pasa el tiempo. Es verdad que sus personajes son de izquierdas y de derechas, pero ella claramente simpatiza con la corrección política que preside el pensamiento convencional de nuestro tiempo, y cree que el problema fundamental de la humanidad es, en palabras de Keynes, "cómo combinar tres principios: la eficiencia económica, la justicia social y la libertad individual"; o la idea dickensiana de que "era posible mejorar la situación de los pobres sin cambiar la sociedad existente".



Este buenismo centrista preside todo el libro: ni capitalismo ni socialismo, sino capitalismo con socialismo, o socialismo con capitalismo, o liberalismo socialista, o socialismo liberal, no sé si está claro. ¿No? Pues así es el libro, desfilan todos los tópicos predominantes, y se aplaude a los que se van dando cuenta de que la libertad puede ser mala, y "hay que hacer algo", es decir: recortarla pero no aniquilarla, para "mejorar la situación de los obreros sin derrocar el orden social existente".



La clave es que para Sylvia Nasar todo el intervencionismo redistributivo equivale a esa mejoría. Conviene tenerlo presente para no irritarse demasiado con las gruesas distorsiones que perpetra, desde que los economistas decimonónicos consideraban "la pobreza un fenómeno natural", hasta que la economía clásica es un esqueleto carente de "una mínima humanidad", pasando porque los liberales "defendían a los ricos y denostaban a los pobres". Su admiración por Keynes es manifiesta, como lo es su fidelidad a la biografía de Skidelsky. Y lo que más le gusta de Friedman o Hayek es cuando reconocen los aciertos del keynesianismo.



Este libro entusiasmará (hablando de Hayek) a los socialistas de todos los partidos, les hará sentirse moderados, centristas, un poco de aquí y otro poco de allí, porque, ya se sabe, no hay que exagerar con la libertad, porque el mercado tiene muchos, pero muchos fallos. Los economistas se equivocan, claro, pero no lo hacen gravemente si reconocen que el intervencionismo es imprescindible. Es más, lo que es imprescincindible es olvidarse de la libertad y proclamar el pensamiento único: "nadie se plantea ya si debemos o no controlar las circunstancias económicas, sino solo cómo debemos hacerlo". En política su héroe es (vamos, ¿no lo adivina usted?) Franklin D. Roosevelt.