Mi encuentro con la poesía de Mallarmé ocurrió en algún incierto recodo de mi noviciado literario, más o menos cuando trabajaba en los poemas que habrían de constituir mi primer libro, Las adivinaciones. Eso ocurrió hace ya mucho tiempo, algo más de medio siglo y, hasta donde yo me puedo acordar, fue un hallazgo, amén de prematuro, adecuadamente desconcertante. Yo había estado una temporada en París y regresé a España con unos pocos libros inevitables adquiridos en un bouquiniste del Barrio Latino. Me acuerdo muy bien: la simple apariencia tipográfica de los libros tiene a veces el prestigio imborrable de una vieja emoción. Eran ediciones baratas, impresas en papel de inferior calidad y con livianas cubiertas pajizas, unas antologías de Rimbaud, de Baudelaire, de Mallarmé, sin ningún rigor crítico, desprovistas incluso de alguna justificativa nota editorial, pero que fueron aproximándome a un ámbito expresivo que, en principio, me conmovió dudosamente y que luego fue alterando de modo paulatino mis parajes poéticos más transitados. Encontré allí finalmente un modo de cimentar la poesía con unos materiales lingüísticos que yo desconocía y que me abrieron las puertas a una imaginería verbal nueva, hecha de registros iluminadores en lo más enigmático de la realidad, con la que empecé a entendérmelas mal que bien en aquellos obviamente difusos ejercicios de iniciación poética.
Si me permito evocar todo eso, que no deja de ser una información bastante imprecisa, es porque tampoco encuentro mejor manera de referirme a mis primeras emociones de lector de Mallarmé. Ya he apuntado que mi inicial reacción fue la del desconcierto. Yo venía del Juan Ramón Jiménez de la Segunda Antolojía, del Cernuda de La realidad y el deseo, del Neruda de las Residencias, y me aproximé de pronto a una voz como irreconocible, mucho más secreta y recóndita, más inalcanzable, que todas las que había escuchado hasta entonces. Apenas si lograba traspasar la frontera idiomática de aquellos poemas difíciles, abstrusos, una frontera referida incluso a los textos más aparentemente descriptivos, donde me parecía barruntar de pronto el poderoso oleaje estético de Baudelaire. Y en lo primero que pensé fue en un dato más bien obvio, pero para mí sorprendente: en que aquel poeta tan moderno, tan vinculado a una noción de la belleza vigente en los mejores tramos de la literatura universal, había vivido en la segunda mitad del siglo xix, prácticamente al mismo tiempo que Baudelaire y desde luego que Rimbaud. En esos años, la poesía nuestra oscilaba entre los últimos románticos encabezados por Bécquer y los zafios realistas representados por Núñez de Arce y Campoamor. Con eso está dicho todo. Menos mal que ya apuntaba el modernismo con sus secuelas simbolistas importadas por Rubén Darío, con lo que el anodino muestrario poético comenzó a revitalizarse. En cualquier caso, la lejanía cronológica de Mallarmé no resultaba fácilmente inteligible. Ya había pasado más de un siglo desde la aparición de L'après-midi d'un faune (1865), y eso resultaba, aunque sólo fuese a efectos comparativos, de veras sorprendente.
El acceso a la poesía de Mallarmé no puede verificarse sin una previa identificación con sus más depurados engranajes expresivos y, sobre todo, sin haber asimilado primeramente de algún modo algunos de los nutrientes esenciales de su ideario estético. No es un aprendizaje cómodo. Hay muchos escollos, muchos extravíos. Pero, de pronto, surge el deslumbramiento. Es lo que ocurre con los grandes creadores universales de un sistema poético innovador, sobre todo si ese sistema poético consiste, como en el caso de Mallarmé, en la creación de un nuevo canon estético que muy bien podría entenderse como simbolista antes del simbolismo, o como el fundamento del simbolismo desde un previo descubrimiento de las “afinidades ocultas” entre el pensamiento y el lenguaje. Algo así me ocurrió -pongo por caso- con las Soledades de Góngora, con Animal de fondo de Juan Ramón Jiménez, con buena parte de la poesía de Vallejo o de Lezama, con los surrealistas franceses. Es como si me hubiese internado, en funciones de lector inocente, por una selva virgen, y no supiera cómo abrirme paso, llegando incluso a perderme entre oscuridades y pistas falsas. Y allí mismo, de repente, percibiera un resplandor, una señal, una clave: la certidumbre del hallazgo de una nueva dimensión poética, lo que también podía significar la salida del laberinto, algo que viene a ser como una eficaz consigna de vademécum para empezar a conocer al autor de Un coup de dés jamais n'abolira le hasard.
Se ha dicho muchas veces que la poesía de Mallarmé es fundamentalmente intraducible. Estoy de acuerdo: toda poesía lo es en cierto modo, pero en el caso de Mallarmé de una manera más acusada, más sintomática. Hay algo, el espíritu, la esencia última del sistema expresivo, su articulación conceptual, que es inseparable de la lengua en que el poema fue escrito y no puede ser traspasado a ningún otro vehículo idiomático. Sus silencios, sus oscuridades resultan ciertamente integrados en una estructura léxica intransferible. No existen equivalencias verbales: el significado del texto en francés se encierra en sí mismo y lo que se traduce es siempre una equivalencia posible, una aproximación a la forma, no al secreto de fondo. El poema es un organismo hermético, un artefacto unitario, un hecho lingüístico que en ningún caso admite versiones ajenas al orden poético propiamente dicho. Podría decirse que se trata de la inflexible operación compositiva de un músico matemático.
Desde que la obra de Mallarmé fue situada en la cima estética que le correspondía, sus traducciones parciales han sido muy abundantes. Recuérdense, en lengua española, las de Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío, Alfonso Reyes, Cansinos- Assens, Octavio Paz, Rosa Chacel, Cintio Vitier, Salvador Elizondo... Yo mismo, a poco de descubrir al poeta, a principios de los cincuenta, me aventuré en la traducción de algún poema aislado, usando para ello de unas intromisiones compositivas que hoy se me antojan especialmente audaces. ¿Ha supuesto todo ese material traducido una auténtica fidelidad con el código estético del poeta? Pues según y cómo, o quizá sea mejor decir que sólo de manera fragmentaria y aproximativa. En cierto sentido, cada traductor de Mallarmé ofrece su propio Mallarmé, aunque en puridad ninguno de los poemas traducidos “es” de Mallarmé. Por supuesto que con semejante aseveración también estoy aludiendo a mi citada experiencia de traductor de algunos poemas suyos, procedentes por cierto de la mediocre antología que adquirí en París.
No hace falta recordar que el gran poeta francés dedicó su no larga y poco venturosa vida al ideal excluyente del Libro (con mayúscula, como la Obra juanramoniana), a la búsqueda de la poesía en estado puro, unificadora y autosuficiente, despojada de todo elemento convencional: esa ciencia exacta, esa alquimia secreta de la palabra teóricamente inalcanzable, asociada a la “noción-límite”. Se trata por tanto de la imposible pretensión de la Obra total a través de un simbolismo de cuño intransferible, usado como “sistema de señales” para alcanzar la plenitud bautismal de la palabra, esto es, una especie de sinestesia que parece definir el más secreto contenido de la realidad, o del concepto de la “realidad última”. Lo imaginario desplazando a lo real: la permanente superación del sentido usual de la palabra, la captura metafísica de todos los recursos expresivos de la lengua. Una empresa quimérica a la que Mallarmé dedicó su vida entera de poeta, con lo que también se aproxima en ese plano de valores a Juan Ramón Jiménez. Tan extraordinaria tarea de explorador de la belleza, convierten a Mallarmé en un paradigma magnífico de sacralización del trabajo creador, entre cuyos límites el poeta se eleva al máximo rango del artista que busca en la poesía la síntesis interpretativa del mundo, la clave primordial de lo vivido, sus claves iluminadoras.
Si la palabra inventa lo que nombra, Mallarmé quiso crear una palabra que reinventara lo nombrado; rechazó la realidad cotidiana para crear otra realidad surgida de la propia organización del poema, del funcionamiento léxico, sintáctico, morfológico de la palabra. La palabra no debe describir las cosas, sino el efecto que esas cosas producen. Entre ese deseo -que enlaza con el de otros poetas visionarios- y la aspiración a lo absoluto apenas hay ya distancias. Mallarmé perseguía efectivamente un credo poético al que nunca iba a poder llegar, un objetivo quizá más ambicionado por lo inabarcable, a través del cual no era difícil cruzarse con el delirio. Lo desmedido puede coincidir con lo ilusorio. Pero la codicia excesiva también colinda con la impotencia. De lo que tal vez se deduzca que toda la obra de Mallarmé se convierte en un sondeo utópico en torno a lo que podría entenderse como una situación límite de la experiencia, como esa concepción o esa reducción a la “cifra circular” de la realidad última a que me he referido.
La supuesta ambigüedad de muchos de los poemas de Mallarmé y su manifiesto hermetismo, no son sino el resultado de esa sustancial “insuficiencia” frente a una pretensión casi sobrehumana de totalidad. Desde L'après-midi d'un faune hasta Un coup de dés, todo Mallarmé es el mismo siendo tan diferente, quiero decir que toda la experiencia creadora del poeta se centra en una similar indagación por los anillos exteriores del espíritu. Es como si hubiese estado consultando incansablemente con el oráculo y siempre hubiera recibido una respuesta para él insuficiente: no había soluciones, sólo pistas; cada poema es siempre una aproximación, su término es su silencio. Un libro de poesía “no se acaba nunca”.
Quizá todas estas reflexiones conduzcan a una sola conclusión: que la poesía de Mallarmé supone sobre todo una ininterrumpida, acuciante indagación en el lenguaje poético. Incluso sus aparentes manías en la disposición tipográfica de los textos, responden a un riguroso plan compositivo. Los blancos y las zonas impresas del papel venían a ser como silencios y resonancias implícitos en el significado del poema. También esa actitud se correspondía con la dimensión artística del poeta: sustituir el lenguaje lógico, habitual, por los presuntos indicios enigmáticos de la palabra, por la sugerencia, las claves simbólicas del idioma, la metáfora inusitada, el silencio iluminativo. Una conciencia creadora ciertamente implacable.
La poesía de Mallarmé (no hace falta recordarlo) representa uno de los más decisivos ejemplos en la exploración estética en torno a lo absoluto, a esa inaccesible obra perfecta que constituye el entramado teórico del simbolismo y quizá también la diversificación de sus secuelas. Sin duda que, en términos literarios, la modernidad empieza en muy buena medida con Mallarmé. De él arranca la gran corriente de la poesía occidental y su extraordinario programa estético lo convirtió en un clásico consecutivo. Ahora, cuando se cumple un siglo de su muerte, la obra del gran poeta francés continúa siendo un arquetipo de secreta dignidad, de sabiduría desconcertante. Nadie duda hoy, salvo los obsesos de la lógica, que Mallarmé es el fundador de una tradición poética que reaparece, de muy benéficos y deseantes modos, en los más acreditados poetas actuales.
Vargas Llosa: Invención y testimonio
Decía Vargas Llosa que, en algún momento de su vida estudiantil, dudó entre dedicarse a la creación literaria o bien a la investigación histórica. Parece evidente que esa disyuntiva no se ha resuelto del todo o, mejor dicho, se ha traspasado a su obra con palmaria nitidez. El narrador no parece olvidarse nunca de ese consabido engranaje entre la literatura y la historia. Y no ya porque eso sea fácilmente rastreable en su producción novelística (pienso sobre todo en La guerra del fin del mundo, La Fiesta del Chivo o El paraíso en la otra esquina), sino porque la atención a los estudios históricos se ha mantenido inalterable a través de ese medio siglo de práctica de la literatura en general y de la narrativa en particular: desde Los jefes, que es de 1959, hasta su más reciente artículo publicado en la prensa diaria. No quiero decir con esto que Vargas Llosa haya cultivado en sentido estricto la novela histórica, que es género propenso al espejismo, sino que ha usado la historia como ingrediente provechoso, dinámico, a medio camino entre el testimonio y la invención, para un determinado montaje argumental. O para demostrarnos una vez más que las fronteras entre la realidad y la ficción son, literariamente hablando, inapreciables.
Cuando me refiero a los estudios históricos deben entenderse no sólo en un carácter social o político, sino en cualquier otro sentido, incluido el filológico. Ya se sabe que indagar en los recovecos de la literatura equivale en muy notable medida a conocer mejor la historia, o esa parte de la historia que los historiadores no cuentan. Más de una vez se ha dicho que la novela pone de manifiesto, saca a flote esa verdad última que la historia apenas consigna o apenas deja traslucir desde la estricta exposición documental. Pienso que Vargas Llosa siempre ha tenido muy en cuenta esa -digamos- apelación del escritor al soporte histórico, a la testificación social. La novela entendida como una versión de la historia, a veces más expresiva que ésta, actúa en este caso hasta en los momentos menos evidentes o menos deliberados. Es como un argumento adicional que funciona a manera de subtexto.
Es muy posible -o así lo creo- que esa actitud ha llevado a Vargas Llosa a interesarse de modo palmario por la literatura de los demás, pensando que también por ahí podía entenderse mejor la historia que a todos nos atañe en alguna medida. Así lo atestiguan esos abundantes prólogos y estudios sobre autores y cuestiones literarias. Una simple enumeración basta para entender el alcance fundamental de esa actividad crítica, cuya temática va de Joanot Martorell a José María Arguedas, de Victor Hugo a Flaubert, de García Márquez a Cortázar, de Camus a Sartre, de Cernuda a Lezama Lima, de Borges a Onetti. En todos esos ensayos el autor de La Fiesta del Chivo ha dado muestras sobradas de dos notables atributos filológicos: la inteligencia del lector y la lucidez del investigador. Es muy posible que alguien descubra aquí y allí ciertas naturales desavenencias de enfoque, pero nadie dejará de reconocer que la obra crítica de Vargas Llosa es en conjunto de una intachable solvencia.
Considero indispensable en este sentido, y por no salir del ámbito de la novela latinoamericana, citar dos de lasmás sólidas y reconocidas aportaciones de Vargas Llosa a la crítica literaria en torno a la narrativa hispánica contemporánea. Me refiero a Historia de un deicidio, a propósito de
García Márquez, y a El viaje a la ficción, sobre Juan Carlos Onetti. El novelista rinde tributo en esos dos libros excelentes a otros dos novelistas predilectos. Indagar en la obra de un escritor a través de una serie de soldaduras entre su vida y su literatura, supone sin duda un ejercicio gustoso, pero también un tácito homenaje. En el texto que prologa y da título a El viaje a la ficción, el autor reflexiona con suma inteligencia sobre el carácter social y simbólico de los antiguos contadores de historias, esa figura del «hablador» que subyugó a Vargas Llosa durante un viaje por la Amazonia de su país y usó como embrión especulativo de una novela y de reclamo para alguna que otra incursión en la teoría de la literatura.
Con Historia de un deicidio (1971) Vargas Llosa corrobora su brillante capacidad analítica. Un poco en contra de las teorías formalistas -entonces muy en boga- que defendían que en el examen de una obra de ficción había que prescindir de su autor, es decir, que vida y obra son conceptos divergentes, Vargas Llosa fusiona en este texto magnífico la biografía de García Márquez y su narrativa. Quiero decir que para explicar mejor su obra le sigue la pista a las andanzas del novelista desde su infancia y primera juventud en tierras colombianas hasta sus consecutivas estancias en Barcelona y Ciudad de México, sin olvidar sus itinerarios por medio mundo. La vida del autor de Cien años de soledad corre aquí paralelamente al desarrollo de su obra. Incluso podría decirse que, en cierto modo, una es consecuencia de la otra. Se escribe como se ha vivido o, al revés, se vive de acuerdo con lo que se escribe, por recurrir a una idea eminentemente romántica. Vargas Llosa, al reunir esos cabos sueltos en torno a la experiencia vital de García Márquez, contribuye también a trazar un cuadro suficiente de la historia que ha servido sucesivamente de escenario de su actividad creadora. Es justo consignar en este sentido la lucidez indagatoria de un escritor a propósito de otro escritor que es a su vez personaje de la historia narrada.
Llama también la atención la perspicacia de Vargas Llosa en la exploración pormenorizada de una de las cualidades que mejor definen la personalidad literaria de García Márquez: la alianza entre la imaginación y la realidad, entre la fantasía y la historia. Es lo que se conoció con el nombre de realismo mágico, algo así como una mezcla de la novela picaresca y el cuento de hadas, que García Márquez elevó a su máxima temperatura creadora. La pericia con que el novelista colombiano consigue soldar lo real objetivo con lo real imaginario es de una impecable eficacia. Y lo más llamativo es que el lector apenas consigue establecer diferencias entre la verdad y la invención: asimila lo que va descubriendo en la lectura, por muy fantasioso que parezca, como si fuesen episodios extraídos de la más cotidiana realidad. Y eso aún se hace más evidente -o más abierto a la controversia- una vez verificada la investigación del autor en todos estos episodios literarios.
Vargas Llosa vincula en El viaje a la ficción, como ya hiciera en Historia de un deicidio, toda una serie de pesquisas biográficas sobre Onetti con la propia evolución cíclica de su obra. El método resulta de veras provechoso y responde a un sutil engranaje entre las calas filológicas y su canalización comunicativa, entre el análisis textual y la eficiente manera de conducirlo, aun admitiendo la existencia de ciertos forzados reajustes en el equilibrio teórico del texto. Vargas Llosa disecciona cada una de las novelas de Onetti, demorándose en muy distintas vertientes de esa mezcla de fascinación y complejidad que fundamenta su universo narrativo. Afirma Vargas Llosa que Onetti, desde su primera novela, El pozo (1939), «abre las puertas de la modernidad a la narrativa en lengua española». Una aseveración tal vez de masiado tajante, pero que no lo es si se atiende a la diversificación del punto de vista y del espacio temporal fácilmente rastreables en la obra del autor de El astillero, una peculiaridad oriunda, como bien se sabe, de la maestría innovadora de Faulkner. Los nexos presuntos entre la mítica Santa María onettiana y el faulkneriano condado de Yoknapatawpha han sido aceptados alguna vez por el propio Onetti, de modo que insistir en ese paralelismo no es más que darle la razón al autor.
Uno de los ascendientes literarios que Vargas Llosa atribuye a Onetti es el de Borges. Pues según y cómo, creo yo. Así como pueden atisbarse -y así se razona en este libro- otros influjos de naturaleza propiamente estética, el de Borges resulta más bien debatible. Yo al menos no encuentro ninguna afinidad ni en los aderezos de la prosa ni en la sustancia poética que la enaltece. Tampoco coinciden en nada la personalidad de ambos escritores. Pienso que una vaga impregnación de rasgos literalmente fantásticos no basta en puridad para hablar de influencias. Claro que la prosa de Borges dispone de ciertos modales estilísticos que pueden llegar a contaminar, casi de un modo subrepticio, a algún que otro escritor desprevenido. No obstante, en el caso de Onetti el trasfondo poético, la intención artística, tienen muy poco en común con el universo borgiano. La ficción entendida como «mundo alternativo» constituye uno de los ejes conceptuales de este estudio. La consabida idea de que la literatura en modo alguno es una transcripción, sino una sustitución, una versión excéntrica de la realidad, funciona efectivamente como andamiaje teórico de El viaje a la ficción. Y me parece muy bien que así sea. Onetti resuelve la historia más o menos acotada en cada una de sus novelas por medio de unos modales léxicos y sintácticos que encubren una alternancia impredecible de hermetismo y luminosidad. Los personajes de ficción valen aquí tanto como autorretratos fantasmales. Y esos espacios cerrados donde se estacionan los mismos seres erráticos, los mismos marginados y perdedores, bien pueden ser el trasunto de una experiencia histórica desdichada.