Miguel Ángel Muñoz. Foto: Menoscuarto

Menoscuarto. Palencia, 2012. 322 páginas, 16'50 euros



Esta novela de Miguel Ángel Muñoz (Almería, 1970) apunta en varias direcciones y, por decirlo así, abre frentes distintos sin cerrar adecuadamente ninguno de ellos. Por una parte es la historia de Leonardo Veneroni, que, impulsado por el ejemplo de su padre, forma un conjunto de jazz; por otra, la historia de Mariam, una extraña mujer aficionada a las relaciones sadomasoquistas que tienen como propósito la sumisión absoluta del varón y sobre cuyo objetivo último planea el asunto de una novela negra de James M. Cain; por último, todo el relato está acompañado y, en cierto modo, conducido por melodías y canciones pertenecientes al jazz y a la música pop que constituyen, en buena medida, el sustrato de la formación sentimental de Veneroni y sus puntos de referencia esenciales, de tal modo que casi no existe una acción en la novela para la que no se recuerde el correlato de alguna melodía.



Es en el acarreo y evocación de este ámbito musical, decisivo para completar el retrato del personaje -y también en las reflexiones sobre el arte del inválido Cristóbal-, donde el autor se muestra más seguro. En cambio, la creciente obsesión de Veneroni por Mariam y su rendición sin condiciones ante ella, que lo llevan hasta el crimen, resulta bastante incongruente con la psicología del personaje, tal vez por la falta de un tratamiento literario adecuado que hiciera verosímil la conducta del músico. El narrador omnisciente abusa un tanto, además, de guiar al lector ofreciéndole una interpretación de hechos y conductas, definiendo caracteres en vez de permitir que sea el lector quien extraiga sus conclusiones al observar el comportamiento de los personajes.



Falta una armonización de estos motivos temáticos, hasta el punto de que el autor ha creído oportuno añadir al final un capítulo extrañamente titulado "Créditos y agradecimientos" en el que relata el final de los personajes -algunos de ellos, como Lima, abandonados en el transcurso de la narración- a la manera convencional de la novela decimonónica. Hay un indudable talento narrativo en muchas de estas páginas, pero la construcción insuficiente destruye buena parte de esta virtud. Nos hallamos ante un autor que habla de lo que sabe -repárese en los juicios musicales o en las ideas puestas en boca de Cristóbal en una sala del museo del Prado-, pero que articula con poca eficacia los motivos temáticos e introduce en la historia el largo y artificioso episodio de Mariam -mil veces explotado por la literatura, al menos desde Sade- que tampoco era necesario para explicar la colaboración que decide prestar Veneroni a este modelo de femme fatale a fin de ayudarla a conseguir su propósito.



Los aciertos de La canción de Brenda Lee son parciales, y habrá que aguardar a que Miguel Ánguel Muñoz dé con una historia que le permita una construcción más unitaria, equilibrada y coherente. Para ello cuenta con una prosa adecuada, sólo empañada levemente por algún estiramiento léxico tan desmedido como rechazable («se culpabilizaba por sus actos», p. 171) o algún erróneo neologismo («entraban en el mar con estoicidad», p. 58) que disuenan en el cuidado lenguaje de la novela.