La filarmónica de Rotterdam este verano en Santander. Foto: Pedro Puente Hoyos
Shostakovich estuvo a punto de ir al Gulag -o al paredón- por el contenido supuestamente antirrevolucionario de su Cuarta sinfonía y, pocos meses después, recibió la Medalla Lenin por la Quinta, esta sí adecuadamente sumisa y soviética. Pero uno mira la partitura de las dos y se pregunta, ¿es que estaban todos locos?, ¿significan algo las sinfonías? En La música como pensamiento, Mark Evan Bonds cuenta que, durante la República de Weimar, los izquierdistas veían en la Heroica de Beethoven una invitación a la revolución y los derechistas, una glorificación del poder militar.Y, sin embargo, Bonds mantiene que la sinfonía sirve para transmitir ideas. ¿Qué ideas? ¿Qué significan la sinfonías? Asegura que a lo largo de muy pocas décadas, dos a lo sumo, en el cambio de siglo XVIII al XIX, la sinfonía se convirtió en símbolo, nada menos, de la sociedad perfecta, del Estado ideal, democrático y cosmopolita, encarnado en la idea, primero vaga y luego nítida, de una nación alemana, reunión armoniosa de las entonces más de trescientas comunidades políticas en las que se hablaba alemán. Bonds documenta este itinerario con abundantes testimonios de cómo se recibía y se consideraba en la época la música sinfónica.
A finales del XVIII y principios del XIX, la recién nacida sinfonía, humilde hija de la obertura operística, se generaliza en los países de habla alemana y se llena de prestigio a velocidad de vértigo. Desde Platón hasta Kant, la música sin texto había sido un arte menor, dotado de gran capacidad emocional, pero incapaz de expresar nada con claridad. En cosa de veinte años, se ha convertido en un arte grande, cuando no el más grande, gracias a dos novedades que calan con especial profundidad en los pueblos germánicos: el aire revolucionario que han traído los ejércitos de Napoleón y la nueva concepción de la percepción ("perception of perception", dice Bonds) que impulsa el propio Kant. La sinfonía es el único género verdaderamente comunitario. Es, en sí misma, comunidad y constituye una superación eficaz del conflicto "yo - los otros" que venía protagonizando el debate filosófico.
A diferencia de las sonatas, de los tríos o de los cuartetos, está hecha por muchos músicos y requiere público. Uno puede sentarse a tocar una sonata a solas, por su propio placer, o puede juntarse con tres amigos a tocar un cuarteto y disfrutar a cuatro, pero nunca jamás se ha reunido una orquesta para oírse a sí misma. No puede ser, siquiera sea por motivos acústicos. No. La sinfonía requiere público. Es un asunto público, incluso cuando ocurre en la corte. Solo se puede tocar y escuchar en plural, mediante rituales que sirven de expresión a una colectividad. Este carácter ceremonial de la sinfonía, que es su esencia, se perdió en el siglo siguiente con el disco y con la radio. Por eso decía Adorno que la escucha en casa, a través de la radio, representaba "la destrucción de la sinfonía".
Por otra parte, el sinfónico es un arte serio donde, a diferencia de la ópera y del concierto, no tiene cabida el exhibicionismo virtuosístico y donde prima la textura polifónica, democrática: los individuos construyen por acumulación el sonido conjunto sin perder su individualidad. Forman el grupo perfecto, la sociedad ideal, a la vez imagen y primordio del Estado estético y universal de Schiller y Goethe. Pero Bonds acota con prudencia el alcance de esta imagen: "Ni el nacionalismo engendró la sinfonía, ni la sinfonía engendró el nacionalismo, pero los dos convergieron en el primer cuarto del siglo XX".
El asunto es apasionante -sobre todo visto desde ahora, sabiendo que ese nacionalismo estético se volvió enseguida racial y luego racista y criminal- y tiene una bonita derivada: la evolución de las formas de escucha de la música. Bonds acierta a tratarlo todo con rigor, pero sin tecnicismos ni agobio de notas.