Josep Pla. Foto: Archivo

Edición y traducción de Concha Saenz de Miera. Destino. Barcelona, 2014. 381 pp., 21 euros. Ebook: 13,99 euros.

Con estos esbozos de unos diarios de Josep Pla (Palafrugell, 1897; Llofriu, 1981) pasará lo que con todos esos libros póstumos que se publican aun a sabiendas de que no están al nivel que su autor hubiera querido para ellos: gustarán a sus lectores de siempre; y dejarán indiferentes a quienes acaso tengan en estas nuevas publicaciones su primera ocasión de enfrentarse a un libro de ese autor.



Quien esto escribe, en cualquier caso, quiere dejar clara su posición: Pla es uno de sus prosistas favoritos, si no el mejor que han dado las literaturas hispánicas en un muy amplio tramo del siglo pasado. Y lo es, quizá, por algo que es ajeno a la corriente central de esas literaturas: por su ausencia de dramatismo, su afán de naturalidad, su modo franco de constatar los gozos primarios y no tan primarios de la existencia, intercalando en esa constatación las dosis justas de disconformidad e ironía. Como en las mejores páginas de Baroja, pero quizá sin el contrapeso que suponen las otras, en las de Pla asistimos a la configuración de un personaje literario inconfundible, caracterizado por un modo peculiar de discurrir y explicarse. Socarrón, bon-vivant, también a ratos insatisfecho e inconformista y siempre lúcido, esta voz y este tono representan el reverso exacto de todos los tremendismos de distinto signo que han ido estremeciendo el discurso literario hispano desde el Barroco hasta prácticamente el día de hoy. Es, si se quiere, la nota más alta de la aportación catalana -y ya sé que esto puede chirriar a algunos- al conjunto de las literaturas hispanas. Y, por tanto, un excelente alegato a favor de la variedad de éstas.



Al lector habitual de Pla no le costará reconocer estas notas incluso en estos anémicos diarios de 1956, 1957 y 1964 que hoy salen a la luz. A pesar de la estructura monocorde de estas anotaciones, casi en su totalidad consistentes en la mera consignación del tiempo atmosférico de cada día, la hora de levantarse y acostarse, las comidas, la compañía, el cumplimiento regular de los compromisos literarios y alguna que otra pasajera desazón erótica, el lector encontrará en ellas esa especie de inquieta atención a la vida menuda que singulariza la literatura de Pla; y también algo -mucho- de la otra cara de la moneda: la queja permanente ante las incomodidades, las inclemencias meteorológicas, la estupidez ajena. También, en la intimidad, algún exabrupto explícito contra el régimen de Franco -"25 años de paz -es decir, de miseria, de policía, de indignidad"-; que contrasta con las ironías más o menos conciliadoras que, sobre el mismo asunto, escribe por ejemplo en Las horas, un dietario publicado también por estas fechas.



El lector de Pla sabe que, aun con tan magros materiales, éste es capaz de mucho. Incluso, como el Cid, de una hazaña póstuma: lograr que sus lectores de hoy añadan por su cuenta a estas anotaciones todo aquello que, por desgana o falta de tiempo, no llegó a poner. Autores como Pla bien merecen estos actos de fe ciega.