Franz Hessel
La palabra flâneur tuvo en francés hasta la llegada de Baudelaire una connotación abiertamente despectiva muy semejante a la de la palabra "vago" en castellano. La gente se refería con ella a aquellos paseantes -tan fácilmente identificables por otra parte- que proliferaban en las grandes ciudades; ese tipo de personas que caminaban sin rumbo, desatentos a lo monumental pero pasmados ante los pequeños detalles urbanos, perezosos e incapaces a la vez de quedarse quietos en un sitio, fisgones de ciudad, fagocitadores de historias, vagabundos vestidos con ropa respetable que se dejaban llevar por las energías siempre imprevisibles de lo circunstancial. Baudelaire primero, pero sobre todo Walter Benjamin, situaron el arte del flâneurismo en lugar distinto y nuevo, primero porque "para pasear de verdad -como asegura Hessel, el autor de este fantástico libro- es preciso carecer de un propósito determinado" y segundo, porque, por utilizar las palabras de Benjamin, "perderse en una ciudad como quien se pierde en un bosque es algo que requiere de cierto aprendizaje".En el primer capítulo, Hessel (Stettin, 1880- Sanary-sur-Mer, 1941) no deja pasar por alto la resistencia de la ética protestante del ciudadano berlinés de los años 20 (y seguramente hoy) a ese tipo de paseo jovial y despreocupado. Ésa es la razón por la que el primer capítulo se titula precisamente "el sospechoso". Toda una declaración de intenciones: "Caminar lentamente por calles repletas de gente proporciona un placer especial". El tono de Hessel recuerda al de aquel magistral relato de Zweig titulado "conocimiento de un oficio" en el que el narrador se pone a perseguir, fascinado, a un carterista a lo largo de toda la ciudad, vigilando sus movimientos. Con la diferencia de que en este caso el objeto de la persecución no es otro que la ciudad misma, aunque no en su aspecto más evidente, sino en ese otro equívoco y secreto. Ya comentaba Benjamin en su reseña de este mismo libro que: "las grandes reminiscencias, los escalofríos históricos son para el auténtico flâneur una limosna que de buen grado deja para el viajero. Y todo lo que este sabe de talleres de artistas, casas natales o mansiones principescas, el flâneur lo cede a cambio de olor de un simple umbral o del tacto de una sola de sus losas tal como la capta el primer perro que pasa". Tal es el tono de Hessel en este monumental paseo por un Berlín fantasmagórico, ya secreto entonces, que ahora posee la fantasmagoría doble del flâneur.
Los editores (esta es la tercera entrega consecutiva de Hessel en dos años) se han animado a escribir en la contraportada que este es "el libro más importante, lúcido y hermoso que jamás se ha escrito sobre Berlín" y aunque puede que el resultado no cubra tan alta expectativa no hay duda de que se le queda cerca. Si bien en muchas situaciones Hessel, que puede ser también frío e inventarial, capaz de pasar por un buen puñado de páginas distantes y meramente descriptivas, no tarda en llegar súbitamente a momentos tan emocionantes como la fugaz aparición de los maniquíes de la Seydelstrasse, o los cabarets para parejas "maduras" en las que no se permitía la entrada a los jóvenes, o los carteles de los hombres-anuncio que pasean cantando las alabanzas de "waltercito, el confortador de espíritus con corazón de oro, el cañón de ánimo más famoso de Berlín", o, casi mi favorita, la descripción del zoo de Berlín, ese "palacio de animales" que cumple con la noble tarea "de perpetuar los antiguos cultos de animales de la historia" donde el mono hace su gimnasia diaria mientras el hipopótamo se baña en su mansión. Con Hessel, como en un verdadero paseo de flâneur, el milagro siempre acecha tras la esquina.