Image: El último lugar mítico del océano

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Ensayo

El último lugar mítico del océano

4 diciembre, 2015 01:00

Vista lateral y superior del Beagle, navío en el que viajó Charles Darwin

En 1835 Charles Darwin llegó a las Galápagos a bordo del Beagle. Tenía 26 años y aún distaba de ser el gran naturalista que sentaría las bases de la síntesis evolutiva moderna. Una década después, otro viajero, Herman Melville, atracó en las mismas costas. ¿Qué vieron aquellos dos hombres? ¿Qué sintieron? Derivas por Galápagos (Círculo de Tiza) recoge sus testimonios sobre el mítico "archipiélago encantado".

Imaginemos a un joven Charles Darwin, probablemente imberbe, a lomos de una tortuga gigante, haciendo rabiar a las iguanas o espantando a los pinzones. Imaginémoslo a punto de desmayarse por el asombro, caminando entre las rocas volcánicas de las Galápagos, o ya de noche, a la luz de una vela, consignando, enfebrecido, los prodigios naturales vistos durante el día. Imaginémoslo dibujando flechas, rumiando especulaciones científicas. Teorías aún dispersas que con el tiempo darán forma a ese hito fundacional de la biología evolutiva titulado El origen de las especies.

Y ahora imaginemos ese mismo lugar diez años después. Las rocas, los galápagos, el lomo dentado de los reptiles, la mansedumbre de los pájaros. El animal que aún no teme al hombre. Imaginemos a un escritor de Nueva York, de nombre Herman Melville, descender de un barco. Aunque algo ha oído sobre aquel rincón todavía salvaje, al llegar su estupor es comparable al de los primeros colonos. Lo cual se transformará en un sentimiento de hostilidad: "Sólo en un mundo caído en desgracia -escribe- podrían existir semejantes tierras".

La misión de ambos aventureros, tan distinta (Darwin hace parada durante su viaje en el Beagle, al que se unió en 1831, y su interés es científico; Melville desembarca para escribir una serie de "cuadros" para la revista Putnam´s Monthly Magazine, que reunirá años después en The Piazza Tales), queda reflejada en Las Encantadas. Derivas por las Galápagos (Círculo de Tiza). Lo componen dos obras: "El archipiélago de las Galápagos", un capítulo del cuaderno de bitácora del naturalista británico, y "Las Encantadas", la serie en la que Melville describe lo que, para él, es un lugar inhóspito en cuyo interior se ocultan todo tipo de bestias y pérfidos demonios. Textos de Carlos Jiménez Arribas, Francisco León y Francisco Ferrer Lerín completan el volumen.

Las islas Galápagos fueron descubiertas en 1535 por el obispo español Fray Tomás de Berlanga. Aquel religioso hizo lo que era costumbre entonces: bautizó el lugar a la española y al poco tiempo se marchó. Era un territorio aislado cuyas fauna y flora, como atestiguaría Darwin tres siglos más tarde, se veían favorecidas por un clima singular y la convergencia de diferentes corrientes oceánicas. "La historia natural de este archipiélago llama poderosamente la atención -escribe el evolucionista británico-: parece en sí mismo un mundo aparte, pues la mayoría de sus habitantes, tanto animales como vegetales, no se halla en ningún otro lugar".

Ilustraciones de varios animales de la época del segundo viaje del Beagle

La visión de Melville es pesimista, lúgubre: refiere "la mágica desolación" del territorio. Estas escenas inspiran algunos poemas a Ferrer Lerín, que reconoce "el acto de pillaje" realizado para escribir sus textos. Como Melville, Darwin, pese al luminoso asombro con que recordará después su breve pero fructífera estancia en las Galápagos (que Melville transcribe "Gallípagos"), habla a menudo de "la negrura" del paisaje: "Nada invita menos a los sentidos que esta primera impresión", anotó al llegar. Se queja de la "superficie áspera y rugosa" que dificulta sus expediciones, de los matojos, de los "horrendos" lechos de lava seca, del calor asfixiante.

Aunque siempre un descubrimiento, un pasmo, recompensa el esfuerzo, y ofrece al lector (y quizá sea esta una de las razones por las que aquel diario de viaje convirtió a Darwin en un escritor popular) conmovedoras imágenes del científico en comunión con la naturaleza: "A menudo me subía a su grupa, y entonces, tras hacer tamborilear los dedos en la parte de atrás del caparazón, la tortuga se levantaba y empezaba a andar; pero me era muy difícil mantener el equilibrio". Y eso cuando no se solaza con las delicias locales: "El peto asado (igual que hacen los gauchos la carne con cuero), con la carne pegada al caparazón, está muy bueno; y si la tortuga tiene pocos años da buen caldo".

Melville, aunque llega en un periodo menos salvaje, de alguna manera llega virgen y desorientado. "Lo que geológicamente era tierra recién creada por la naturaleza, para él fue siempre un lugar ruinoso, destruido y que había llegado a sus últimos días", apunta el poeta Francisco León en su prólogo a Las Encantadas. Fascinado por el mito de los piratas, Melville ni siquiera menciona al más célebre de sus predecesores en la isla. En aquellos años, recuerda León, "las teorías de Darwin no se habían difundido aún". Lo cual -sin embargo- no quiere decir que la peripecia de ambos no estuviera ya unida para siempre por su visita, con tan solo una década de diferencia, "al último lugar mítico que conocieron los hombres en su despertar al mundo moderno".

@albertogordom