Juan Pedro Aparicio. Foto: Martín Gardella
En demasiadas ocasiones -constata el autor- el español parece sentir horror de los otros españoles, de ahí, entre otros efectos, esa tendencia histórica de ciertos territorios, grandes y pequeños, a proclamarse independientes. ¿De quién?, se pregunta. "Por supuesto de España, de su pasado, de todo lo que les unía y acercaba a los demás, a los demás españoles, naturalmente". A indagar este desamor de los españoles a España dedica Aparicio este ensayo, muy bien escrito, cual corresponde a la trayectoria del autor, con lenguaje claro, gran sentido crítico y no poca ironía.Aparicio es un atento lector de Ortega y Gasset y piensa, como él -esta es casi su única coincidencia con el filósofo- que la explicación de la realidad hay que buscarla en la propia historia. A la historia, pues, se remite, centrándose en la Edad Media, en concreto, en la absorción por Castilla del reino de León. Los monarcas de León -plantea- pretendieron desarrollar una política basada en la convivencia de las dos religiones (cristiana y musulmana), atendiendo al mismo tiempo, en la medida de lo posible entonces, a las voces de los sectores no privilegiados. Pero en virtud del principio del dominium mundi de la Iglesia, es decir, la superioridad de la autoridad espiritual del obispo de Roma sobre la temporal de los reyes, el papado combatió este proyecto por medios diplomáticos, bélicos y canónicos (excomunión, entredicho, negativa a conceder a los reyes de León dispensas matrimoniales). Así propició la absorción por Castilla del reino de León, para convertir Hispania en "territorio libre de sarracenos", con hegemonía del catolicismo. De este estadio, el catolicismo pasó a religión única y no tardó en dar el salto a la intolerancia religiosa, fieramente mantenida por la Inquisición, que, no olvidemos, fue tribunal mixto, dependiente del papado y de la Corona española.
Pero Aparicio no se queda en este contraste entre León y Castilla, tan bien expresado en la metáfora del subtítulo del libro, tomada del Romancero: cuchillos cachicuernos de la plebe leonesa frente a los puñales dorados de la nobleza castellana. Como culto e inteligente lector, sabe que conocemos el pasado a través del relato que de él se nos ofrece y a rebatir el convertido en canónico, que con Ortega (y Menéndez Pidal) cabría resumir así: Castilla hizo a España, dedica parte sustancial de su ensayo. En este punto, introduce un neologismo muy sugerente: "Castispaña". Esta palabra define la historia canónica de España y significa -dice el autor- el predominio de Castilla y del nacional-catolicismo, la España eterna enseñada en las escuelas franquistas.
El gran problema, resalta, ha sido y sigue siendo identificar España con Castispaña, o lo que es lo mismo, con el catolicismo de Estado. Pero España (también Castilla) ha sido y sigue siendo mucho más que Castispaña. Por ello aboga por construir un relato histórico riguroso, no orientado a la defensa de una causa, que tampoco favorece a Castilla (demasiadas cosas, buenas y malas, se han atribuido impropiamente a Castilla), sino a plantear problemas con rigor y crítica, algo, por cierto, que la historiografía actual ha emprendido últimamente, creo que con notable éxito.
No fue Castilla quien hizo España, concluye Aparicio, sino la Iglesia romana, que utilizó a Castilla como ariete de su política. En consecuencia, un paso para disolver nuestro desamor a España podría ser la construcción de un Estado laico, tolerante con la diversidad. Algo similar -sin llegar al laicismo-, propusieron los ilustrados del XVIII al plantearse seriamente la modernización de España (el "progreso", se decía entonces). Los ilustrados abogaron por lograr la autonomía del poder civil frente al ultramontanismo (la supeditación religiosa y política a la Santa Sede).
La propuesta de Aparicio puede ser polémica ("Castispaña" sigue vigente), pero es de utilidad para un debate que reconozca la pluralidad de España y quién sabe si para acabar con ese desamor del que tantos obstáculos se derivan para una convivencia tranquila, como la pretendida por Alfonso VI de León, en tiempo muy diferente, proclamándose emperador de la dos religiones.