Ataúlfo Argenta con la orquesta sinfónica de Viena. Konzerthaus de Viena, 1954
Si todas las muertes llegan a destiempo, la de Ataúlfo Argenta, más. Aquel gélido lunes 20 de enero de 1958 en que murió, Argenta no solo era un director de orquesta de gran prestigio internacional, sino que tenía todo lo necesario -talento, madurez, repertorio, fama, contactos, ofertas- para dar el salto definitivo y convertirse en uno de los entonces jóvenes príncipes de la batuta, junto a los Von Karajan, Sergiu Celibidache, Carlo Maria Giulini y alguno más.Era el favorito de dos de los reyes, Carl Schuricht y Ernest Ansermet, y de éste último era sucesor "in pectore" al frente de la Orquesta de la Suisse Romande. Había dejado enamoradas a las principales orquestas europeas (Filarmónica de Berlín, Sinfónica de Viena, la propia Suisse Romande, Conservatorio de París, Sinfónica de Londres...) y acababa de ser invitado a presentarse en la Filarmónica de Viena. La sensación de absurdo se acentúa por la inanidad de las circunstancias de su muerte, como en las novelas de Thomas Hardy, cuando una zancadilla insignificante del azar acaba adueñándose del relato y torciendo el destino del protagonista. Aquella noche de nieve, para dar tiempo a que la chimenea caldease su chalet de Los Molinos, en la Sierra de Guadarrama, el friolero Argenta tuvo la ocurrencia de dejar encendido el motor del coche en el garaje y quedarse dentro, en el asiento de atrás, calentito, abrazado a su amante, la joven pianista francesa Sylvie Mercier, hija del creador del licor Cointreau.
El monóxido de carbono lo mató a él, enfermo crónico de los pulmones, y la dejó malherida a ella. La ñoña España de la época silenció este episodio, que circulaba, sin embargo, entre los músicos y sale ahora definitivamente a la luz en esta biografía escrita por Ana Arambarri, amiga de la familia Argenta. El testimonio de esas trágicas horas le viene de la única persona que lo podía aportar con fundamento, la propia Sylvie. Se le quita así un innecesario velo a una figura fundamental de la cultura española del siglo XX.
Además de este testimonio, el principal valor del libro son las 150 cartas de Ataúlfo a su mujer, Juana Pallares, a las que Arambarri ha tenido acceso exclusivo y que reproduce en buena cantidad en su libro. Son comunicaciones íntimas que muestran al Argenta hombre, con todas las contradicciones de su personalidad. Muestran sobre todo la testarudez de su vocación musical frente a los obstáculos: las zozobras del Conservatorio de Madrid de los años treinta; la guerra civil que pasó en Segovia como telegrafista del bando nacional, cuando su principal afán era encontrar cada día un piano donde estudiar; tres años en la Alemania en guerra, perfeccionándose en piano, haciendo sus primeros pinitos en dirección y dando infinidad de conciertos, algunos entre bombarderos. Cuando finalmente huyó del país en tren, lo hizo directamente desde la sala de conciertos, entre bomba y bomba, con el frac puesto.
El libro describe en detalle las intrigas que tuvo que soportar en la vida musical española. La delación de un violinista a quien Argenta había humillado hacía años le valió unos meses de cárcel en Segovia, acusado de simpatizar con el enemigo. Sus muchos triunfos y logros en Alemania fueron silenciados en la prensa española. Pese a ser el candidato evidente, le costó un mundo suceder a Pérez Casas como director titular de la Orquesta Nacional. De los mandamases de la música de entonces, tenía enfrente a Federico Sopeña y Joaquín Rodrigo, que preferían para la ONE a Jesús Arambarri. A su favor, tenía a "los antonios": De las Heras, Secretario de la Comisaría de la Música, y Fernández-Cid, crítico independiente. Argenta salió adelante y, en unos años, convirtió a la Nacional en una orquesta respetada en Europa.
Un último torpedo le llegó en forma de editorial del diario Arriba, que volvió a acusarle de simpatías izquierdistas, cuando de su correspondencia no se desprende más que neutralidad y un notorio desinterés por la política. Tan verdad es que actuó para organizaciones republicanas y que contribuyó, justo antes de la guerra, a depurar en el Conservatorio a profesores gilroblistas como que no tuvo reparo en recorrer en triunfo la Alemania nazi dando incluso conciertos de propaganda en fábricas. Él no veía en Alemania un horror social sino un paraíso musical. Y en España, más que colores políticos, él veía mezquindades. Argenta fue un gran músico poco aficionado a las banderas.