Anaïs Nin en Diario amoroso describe su activa vida sentimental y sexual. En la edición de 1966 se expurgó el incesto, pero en la actual edición de Siruela la relación con su padre está sobre la mesa. En El beso, Kathryn Harrison narra los cuatro años de relación carnal con su padre cuando ella tenía veinte. Con el mismo realismo están narradas las trágicas memorias de Mackenzie Phillips, hija de John Phillips, la estrella de The Mamas and the Papas.
El afianzamiento literario de la autoficción ha propiciado la edición de libros en los que la sexualidad entre padre e hija aparece camuflada en un ejercicio de posverdad. Es el caso de Christine Angot (1959), quien en 1999 publicó Incesto y en 2017 Un amor imposible.
Diario de un incesto apareció en la primavera de 2017 de la mano de FSG, un prestigioso sello norteamericano que ha editado, entre otros, a T. S. Eliot o Jonathan Franzen. Se ha convertido en un éxito de ventas. Según su editor Loring Stein -antiguo responsable de The Paris Review-, la autora, de unos cuarenta años, es una profesional de la escritura que aquí escribe sobre su vida.
El montaje del texto es muy eficaz. Trece grandes secuencias unidas con un método de collage. Se abre el telón con un plano general en el que vemos la residencia de verano de los abuelos paternos junto a la playa de una isla norteamericana. Los actores principales son el padre, el hermano pequeño y vecinos. La autora tiene veintiún años cuando lo hizo por última vez con su padre. "Nunca nos besábamos. Aquella noche no nos besamos. Como tampoco nos besábamos cuando era adolescente, o cuando tenía once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro o tres años". No se ahorran detalles. En ocasiones el lector tiene que tener el estómago bien asentado para continuar. El recuerdo de cuando su padre le introdujo un cuchillo y le hizo cortes en la vagina emerge al narrar la autora la violación que sufre a manos de un donante del museo para el que trabaja. Tras hacer la denuncia, la médico que la examina le preguntó por las cicatrices en la vagina y, una vez más, tuvo que mentir.
En distintos momentos la autora denuncia la brutal situación. Su padre y su tía, que a su vez han sido abusados de niños por el abuelo, afirman que está loca y se lo cuentan a todo el mundo. Al enterarse, su hermano cae enfermo. La madre no quiere saber nada, solo le interesan sus dos caballos. Una vecina le sugiere olvidarlo. La dirección del museo mira para otro lado. Al final, la víctima, para seguir viviendo, tiene que tranquilizar a todos. Para eso lanza humo: me habré confundido, será otra cosa. Y todo esto, y más, sucede en una familia acomodada de la burguesía norteamericana.
Este libro pone en evidencia que las penas y castigos con las que se ha condenado el incesto paternofilial a lo largo de la historia no han conseguido su erradicación. Desde la ciencia no se ha dado con la tecla. El empoderamiento femenino de la segunda mitad del siglo XX proyectó luz sobre tan ardua cuestión. Visualizó un secreto. Puso voz a hijas abusadas por sus padres. Comenzaron a publicarse textos autobiográficos.
El afianzamiento literario de la autoficción ha propiciado la edición de libros en los que la sexualidad entre padre e hija aparece camuflada en un ejercicio de posverdad. Es el caso de Christine Angot (1959), quien en 1999 publicó Incesto y en 2017 Un amor imposible.
Diario de un incesto apareció en la primavera de 2017 de la mano de FSG, un prestigioso sello norteamericano que ha editado, entre otros, a T. S. Eliot o Jonathan Franzen. Se ha convertido en un éxito de ventas. Según su editor Loring Stein -antiguo responsable de The Paris Review-, la autora, de unos cuarenta años, es una profesional de la escritura que aquí escribe sobre su vida.
El montaje del texto es muy eficaz. Trece grandes secuencias unidas con un método de collage. Se abre el telón con un plano general en el que vemos la residencia de verano de los abuelos paternos junto a la playa de una isla norteamericana. Los actores principales son el padre, el hermano pequeño y vecinos. La autora tiene veintiún años cuando lo hizo por última vez con su padre. "Nunca nos besábamos. Aquella noche no nos besamos. Como tampoco nos besábamos cuando era adolescente, o cuando tenía once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro o tres años". No se ahorran detalles. En ocasiones el lector tiene que tener el estómago bien asentado para continuar. El recuerdo de cuando su padre le introdujo un cuchillo y le hizo cortes en la vagina emerge al narrar la autora la violación que sufre a manos de un donante del museo para el que trabaja. Tras hacer la denuncia, la médico que la examina le preguntó por las cicatrices en la vagina y, una vez más, tuvo que mentir.
En distintos momentos la autora denuncia la brutal situación. Su padre y su tía, que a su vez han sido abusados de niños por el abuelo, afirman que está loca y se lo cuentan a todo el mundo. Al enterarse, su hermano cae enfermo. La madre no quiere saber nada, solo le interesan sus dos caballos. Una vecina le sugiere olvidarlo. La dirección del museo mira para otro lado. Al final, la víctima, para seguir viviendo, tiene que tranquilizar a todos. Para eso lanza humo: me habré confundido, será otra cosa. Y todo esto, y más, sucede en una familia acomodada de la burguesía norteamericana.