Yuval Noah Harari. Foto: Penguin Random House

Traducción de Joandomènec Ros. Debate. Barcelona, 2018. 408 páginas, 21,90 €. Ebook: 12,99 €

Hoy asociamos con naturalidad la Ilustración con valores como la tolerancia y la libertad, pero originalmente sólo unos pocos defendieron estas ideas hasta sus últimas consecuencias. Los más reputados ilustrados europeos, como Locke, Voltaire o Kant, no toleraron a los católicos, ni a los ateos, ni a los agnósticos, ni a los homosexuales, y en realidad predicaron una versión bastante moderada de la libertad de conciencia. En contraste, la trama de pensadores inspirados en Baruch Spinoza -el filósofo de Ámsterdam de orígenes ibéricos, expulsado de la sinagoga- promovió una libertad filosófica y una tolerancia con muchísimas menos trabas. Por eso el historiador de Princeton Jonathan Israel, comparandolos con los anteriores, les denomina “ilustrados radicales”. Yuval Noah Harari, israelí nacido en 1976, es claramente uno de ellos.



A diferencia, sin embargo, de los perseguidos y semi clandestinos spinozistas del siglo XVII, las ideas de Harari disfrutan hoy de un gran éxito en el mercado global, e incluso sus sugerencias más osadas son escuchadas atentamente por líderes políticos e intelectuales. Inicialmente concebidos para el público hebreo -y escritos en el idioma local-, sus libros se venden por millones en todo el mundo (dos bestseller en particular: Sapiens. De animales a dioses, de 2014, y Homo deus. Breve historia del mañana, de 2016). En el último publicado en español se permite nada menos que darnos 21 lecciones para el siglo XXI.



Harari va más lejos que el propio Spinoza. Su apasionado universalismo requiere que nadie ocupe el centro del mundo, ni tan siquiera el pueblo elegido por excelencia. Buena parte de sus argumentos en este sentido se pueden leer en paralelo al III capítulo del Tratado teológico-político, escrito en 1670 -y prohibido en 1674 por las cortes de justicia de La Haya-, donde Spinoza argumenta que la nación hebrea “no fue elegida por Dios a causa de su inteligencia sino a causa de su organización”. Harari afirma que el judaísmo “desempeñó sólo un papel modesto en los anales de nuestra especie” y realza su carácter esencialmente tribal en comparación a las religiones mundiales: islamismo, budismo, cristianismo. Aunque no ignora los indudables logros culturales y científicos de su mismo grupo etno-religioso (los judíos son el 0,2% de la población mundial, pero más del 25% de los premios Nobel de Física, Fisiología o Medicina), los atribuye a individuos concretos, no al “judaísmo” como tradición cultural suprema. Sólo cuando “abandonaron las yeshivas en favor de los laboratorios”, dice, destacaron en las ciencias y otras disciplinas.



El libro es un canto al laicismo y al humanismo secular. Como insiste, la secularización y la ilustración hicieron que los judíos adoptasen el pensamiento y estilo de vida de los gentiles y empezaran a ir a la universidad. El autor necesita darnos esta lección de humildad para devaluar los relatos nacionalistas de forma creíble y a la vez sustentar el ambicioso proyecto intelectual de contar la historia humana desde un punto de vista no local, en contraste con el sentimiento humano trágico, pero común, de creerse en el centro. No olvidemos que la tentación supremacista sobrevive hoy en los nacionalismos periféricos -aunque sea como parodia, tal como predijo Marx al reflexionar sobre la repetición de la historia. No, ni el yoga fue inventado por un rabino, ni Colón era un criptocatalán. No hay pueblos elegidos.



Las veintiuna lecciones de este nuevo libro giran en torno a un problema de escala: Yuval Harari está genuinamente convencido de que la convergencia global de catástrofes que se avecinan no se puede afrontar con éxito a partir de las identidades tradicionales y las tendencias innatas de pensar desde el ombligo. A lo largo de diferentes capítulos se hace patente lo que Mark van Vugt y Ronald Giphart llaman “desajuste” (“mismatch”) evolutivo: la idea de que tenemos mentes tribales de la edad de piedra mal equipadas para tratar con problemas existenciales novedosos como el cambio climático, la amenaza nuclear o la dictadura digital. Hasta las más queridas ideas de libertad, justicia e igualdad, heredadas de nuestro linaje mamífero, y refinadas por las grandes tradiciones humanistas y religiosas, podrían resultar anticuadas en un mundo donde los grandes problemas tienen que ver con sesgos estructurales de gran escala y no con prejuicios individuales.



Se trata de expandir el círculo o perecer. Y ello por más que Harari no disponga de la doctrina persuasiva definitiva para sustituir al viejo liberalismo triunfante, el último de los metarrelatos. La última “decepción ideológica”, según su opinión. Por esto puede permitirse alabar la Unión Europea como experimento orientado a una sociedad global basada en la democracia, los mercados libres, la paz y los derechos humanos, y simultáneamente admitir que el fin de las identidades nacionales puede traernos de vuelta a la tribu, en lugar de conducirnos suavemente a la utopía progresista. Un “patriotismo benigno”, pero lejos del aislacionismo nacionalista, podría ser al menos una etapa intermedia antes de alcanzar soluciones verdaderamente globales. Y aquí es donde las cosas empiezan a ponerse difíciles, incluso para los demócratas y optimistas liberales, pues Harari teme que lo que llama “disrupción tecnológica”, vinculada a los hallazgos de la neurociencia y la revolución de la tecnología informacional, esté poniendo en aprietos a nuestras amadas teorías sobre la libre elección de los votantes, y sobre la eficacia del gobierno ilustrado.



Harari aventura sombríamente que la democracia liberal, en su forma actual, “no sobrevivirá a la fusión de la biotecnología y la infotecnología” y especula con que la soberanía del futuro pase de la ciudadanía ignorante a los algoritmos inteligentes. La misma especie humana podría dividirse en nuevas castas biológicas, si sigue ahondándose la brecha entre la élite cognitiva y el resto de la población [como advirtieron Charles Murray y Richard J. Herrnstein hace más de dos décadas en The Bell curve (1994), y confirmaron en su secuela más reciente, Coming apart, (2013)]. Irónicamente, este resultado pondría punto final al propio proyecto intelectual de Harari: la historia ya no se podría contar desde el punto de vista de una sola especie.