Fue en un viaje a Mongolia en 2015 cuando la periodista de viajes británica Sophy Roberts escuchó hablar por primera vez de los pianos perdidos de Siberia. Visitando a unos amigos asistió, en una tienda nómada de fieltro, a un concierto de la pianista clásica Odgerel Sampilnorov. Su anfitriona le dijo: “ella es extraordinaria, pero el piano es normal. Deberíamos encontrarle uno de los instrumentos perdidos”. De este modo dio comienzo una obsesión que tuvo a Roberts más de cuatro años recorriendo las heladas planicies del inabarcable este ruso, donde las fronteras apenas existen, en cuyos recónditos parajes encontró una fascinante historia perdida.
Estos viajes en pos de un mundo desaparecido cristalizan ahora en Los últimos pianos de Siberia (Seix Barral), un apasionante y sorprendente periplo a través de la historia de Rusia y de la especial relación del país eslavo con la música, teñido de naturaleza virgen, terribles tragedias e historias increíbles. Aunque los inicios no fueron fáciles, confiesa Roberts a El Cultural. “No estaba segura de si quedarían instrumentos: después de la perestroika, el antiguo arte de hacer pianos había desaparecido y con el cambio de milenio, la industria casi había muerto por completo”, relata la periodista, que recuerda como “un fabricante de pianos en Kazán se dedicó a hacer ataúdes antes de quebrar. El mismo mes que comencé el libro, la última fábrica de pianos de Rusia cerró. Eso le dio a mi tarea un sentido de urgencia”.
La relación de Rusia con los pianos se remonta a 1774, cuando la zarina Catalina II compró un instrumento en Inglaterra. En pocos años, los más grandes virtuosos, las estrellas de rock de su tiempo, tocaron en San Petersburgo y Moscú. “Los nobles rusos se apresuraron a conseguir los últimos modelos y los fabricantes extranjeros acudieron en masa a Rusia para aprovechar la nueva moda”, explica la autora, que enfatiza que “la moda se convirtió en una especie de alma nacional”.
Una pasión duradera
En un país en plena e impresionante expansión, los gobernadores, exploradores y sus esposas arrastraron pianos en trineos a Siberia. Se abrieron tiendas de pianos en pueblos a miles de kilómetros de Moscú y ciudades remotas como Irkutsk o Kiajta construyeron espléndidas salas de conciertos. “La música se convirtió en un símbolo de esperanza, consuelo y civilización en uno de los territorios más hostiles de la Tierra. Incluso hoy, los siberianos tienen un respeto único por el piano. Entre aquellos que recuerdan los mejores años de la época soviética, cuando la educación musical estaba muy extendida, la pasión perdura”, apunta Roberts.
“En Rusia, la música se convirtió, y aún es hoy, un símbolo de esperanza, consuelo y civilización”, asegura Roberts
Pero ya mucho antes de los complejos años soviéticos, que produjeron una de las mayores y más brillantes canteras de pianistas del mundo, el país había atado su espíritu a la música. Y en ella se puede leer su tumultuosa historia, plagada en los siglos XIX y XX de exilios, guerras civiles, revoluciones y campos de trabajo. Una realidad que Roberts reconstruye a través de las historias escondidas bajo las tapas de multitud de pianos y de sus dueños, retazos de humanidad que trascienden las frías estadísticas.
Narra, por ejemplo, la autora, el relato de “la esposa de un revolucionario decembrista de 1825 que encontró la paz en la música durante 26 años de exilio en Siberia. O la del piano comprado por una granja colectiva para un joven protegido musical, adquirido al precio de una bolsa de patatas a alguien que huía de los fascistas durante la Segunda Guerra Mundial”. Pero incluso épocas recientes guardan recuerdos sorprendentes, como los de “un piano vendido por 100 dólares para llegar a fin de mes durante la perestroika, que llegó por primera vez a Siberia en el lomo de un trineo, comprado por una mujer que había perdido a todos sus hijos a causa de la fiebre tifoidea en la Guerra Civil”.
Además, Roberts también incluye en su libro historias de instrumentos sobre los que oyó hablar, pero nunca encontró, “como la del último piano que tocó la familia Románov en los días previos a su ejecución en el bosque a las afueras de Ekaterimburgo. Esa fue una búsqueda muy desgarradora, que me llevó a profundizar en el brutal asesinato de niños inocentes”.
Un pasaporte infalible
De la enorme fiebre por Liszt, “que reunía enormes multitudes en los años 30 y 40 del siglo XIX” a la adoración que el público contemporáneo profesa por Denis Matsuev –quien nació cerca del lago Baikal y dirige todos los años un festival en Siberia llamado Estrellas en el Baikal–, pasando por las pasiones que despertaba Sviatoslav Richter en sus interminables giras, que le llevaban incluso a la asiática isla de Sajalín, al norte de Japón; el ensayo de Roberts exuda el amor que el país de los zares todavía conserva por el arte universal más antiguo de la humanidad.
“Necesitarías un corazón de acero para no sentir lo que significa la música para el pueblo ruso”, afirma Roberts
“Encontré el mismo respeto por el poder de la música una y otra vez en mis viajes por Siberia”, afirma despuntando otro sinfín de historias: “el afinador de pianos que gracias a la música sobrevivió al asedio de Leningrado, el camionero que, en los años 60, vendió su casa para poder comprar, por 25 centavos, un piano en una tienda de segunda mano local y logró enriquecer a su familia…”.
“Necesitarías un corazón de acero para no sentir lo que significa la música para el pueblo ruso”, prosigue con pasión Sophy Roberts, que explica que con sólo preguntar a los extraños “¿tienes un piano?, las barreras desaparecerían, lo que me permitiría alcanzar un gran nivel de intimidad”. Y es que, como ya dijo en su día Thomas Preston, cónsul británico en Siberia Occidental durante la Revolución de 1917: “la música es el único pasaporte infalible en Rusia”.