Precariedad, angustia, autoexplotación o digitalización son conceptos que siempre han transitado la obra de Remedios Zafra (Zuheros, Córdoba, 1973), escritora e investigadora del Instituto de Filosofía del CSIC, que en su anterior libro, El entusiasmo (Premio Anagrama 2017) se preguntaba cómo la ilusión vocacional terminaba siendo instrumentalizada, particularmente en los trabajos culturales y creativos, por un sistema que favorece la ansiedad, el conflicto y la dependencia en beneficio de la hiperproducción, la rentabilidad a toda costa y la velocidad.
Su cruda y descarnada disección de un mundo laboral precario, alienador e inmoral —aliñado con lógicas productivas neoliberales y con la voracidad de la cultura digital— provocó que multitud de personas se reconocieran en esas vidas-trabajo que describía y escribieran a la autora. De esas conversaciones surge ahora Frágiles (Anagrama), un certero ensayo, escrito en forma de epistolario, donde ahonda en todas estas cuestiones.
“La respuesta que recibió El entusiasmo me sorprendió por la identificación de tanta gente con ese escenario de normalización de la precariedad como base del trabajo, por la angustia de vernos como engranajes de una maquinaria”, explica Zafra. Por eso, quiso dedicar tiempo a reflexionar y dar respuesta pausada a esa situación, y así surgieron las cartas. “Elegí expresarme así como forma de crítica a la época contemporánea, pues exige todo lo que esta desecha: la lentitud, la profundidad y la intimidad. El hecho de poner en común las vivencias individuales es clave, porque la autoconciencia es un elemento disruptivo brutal, un desvío a partir de cual nace la esperanza. La conciencia de la situación ya estaba, pero para que se genere un cambio social, hay que dar ese paso de abordarla colectivamente”.
Pregunta. En toda su obra, como aquí, ha explorado la continua precarización del trabajo creativo. A un año vista, ¿cómo le ha afectado la pandemia?
Respuesta. A unos pocos la pandemia nos ha traído el regalo de la concentración liberados de viajes y de compromisos, la recuperación del tiempo propio para escribir y leer, pero esto no ha sido lo normal. En el contexto cultural y creativo, igual que en la sociedad en general, la pandemia ha llegado como una gran crisis. Y como suele pasar en tiempos de crisis, la cultura se ha tomado como algo prescindible, como si los libros o el arte no nos salvaran. Además, ha aumentado la precariedad, reforzada por la digitalización. Las fórmulas que predominan en el trabajo creativo no son ya trabajos concretos sino una pluralidad de tareas diversas concatenadas que dan la sensación de que el trabajo nunca finaliza. Es fácil caer en la adicción que suponen las pantallas, y así llegamos a lo que denomino “vida-trabajo”.
“El individualismo que hoy se promueve no es humanista, ni mucho menos, sino competitivo y orientado a la hiperproductividad”
P. ¿En qué momento el trabajo se volvió literalmente nuestra vida y pasó a invadir nuestros espacios personales?
R. Es curioso, pues quienes trabajan en aquello que les motiva sienten que su pasión siempre va con ellos. No se deja de ser artista o escritor cuando duermes. Pero a lo que apunto en el libro es a la naturalización de otro tipo de vida-trabajo no elegida, sino creada por la inercia de la época y que tiene su centro en la tecnología. En tanto la tecnología es portátil y siempre está con nosotros, siempre existe la tentación de caer en ella para adelantar trabajo. Y esto entraña el riesgo de perder nuestra vida íntima, pues sin tiempos de tránsito es fácil caer rendido a una lógica hiperproductiva y competitiva donde anulamos nuestro tiempo de ocio. Esto también afecta a lo que creamos, que se convierte en un hacer rápido, más un parecer, que un crear.
Un avance colectivo
P. El teletrabajo ya es algo natural en nuestras vidas, ¿qué está suponiendo hoy y qué pasará en el futuro?
R. Aunque hemos vivido un ensayo hiperproductivo con la pandemia, confío en que el teletrabajo se asiente y mejore nuestra vida, aunque estamos en un momento importante donde la regulación que garantice los tiempos de desconexión es un asunto esencial. El teletrabajo puede ayudar a resolver problemas de despoblación y cambios de modelo productivo, pero es todavía un modelo muy mejorable. Puestos a imaginar necesitamos sistemas fiscales sensibles a la nueva realidad que tengan en cuenta que podemos vivir y trabajar en un lugar distinto al que nos contratan.
P. Destaca desde el título esa idea de colectividad y solidaridad que nos impone el sabernos frágiles. ¿Sobra competitividad y falta colaboración en nuestra sociedad?
R. La competitividad y la prisa son los corazones del capitalismo y ambos se ven favorecidos por el individualismo que dificulta lazos de solidaridad y colaboración entre las personas. Porque ese individualismo que hoy se promueve no es humanista, ni mucho menos, sino competitivo y orientado a la hiperproductividad. Ya desde el colegio se enseña a ver al compañero como un rival y a no compartir el conocimiento por miedo al competidor. En el ámbito cultural y creativo el conocimiento debe ser compartido, no podemos perder esto. Este sistema favorece la ley del más fuerte, del más valiente o del que tiene menos escrúpulos, y que deja fuera a los más vulnerables o a los más solidarios. Por el contrario, compartir lo que nos hace frágiles es la base para un sistema igualitario, nos iguala en lo que nos hace vulnerables y promueve un avance colectivo.
“La ética es fundamental. Todos debemos pensarnos como personas y no como productos o como trabajadores desechables”
Ya en El entusiasmo, Zafra definía el concepto de autoexplotación, esa práctica que lleva a los trabajadores a aceptar más y más trabajo y que incide en la precarización. Sin embargo, añade ahora el matiz de que la culpa no reside en el individuo, sino en “un sistema capitalista que incentiva una estructura que convierte a los trabajadores autoexplotados en agentes que retroalimentan su propia subordinación”, apunta la autora. “Educados en el ideal del trabajo, nos invitamos a hacer un montón de cosas que mantienen caliente la maquinaria, y preferimos seguir activos antes de pararnos y tratar de cambiar ese sistema que nos autoexplota a todos. Los grandes culpables son quienes se lucran y benefician de la perversión de este sistema que prima los beneficios a las personas”.
La utopía de la ética
P. Es muy crítica con la configuración utilitarista de la sociedad actual. ¿Qué hace falta para que eso cambie?
R. Es triste y terrorífico que absolutamente todo se plantee en términos de ganancias económicas. Pero en tanto que comportamiento humano es modificable. La ética debe estar más presente en la vida y trabajos de las personas, sean jefes que contratan, políticos que gestionan lo público, trabajadores diversos… Debemos pensarnos como personas y no como productos o como trabajadores desechables (“si no lo haces tú hay cientos como tú esperando ocupar tu trabajo”). Hay fórmulas distintas que también crean riqueza y valor sin precarizar a las personas, pero requieren más tiempo, más conocimiento y más compromiso ético.
P. Sin embargo, asociar el dinero al ámbito artístico o intelectual, está tradicionalmente mal visto. ¿Es una de las claves de la precariedad del sector?
R. Históricamente se ha legitimado que el trabajo artístico podía ser pagado con capital simbólico, con el aplauso o el reconocimiento, que hoy se materializa especialmente en las redes. Afortunadamente, esa herencia injusta está cambiando. Los artistas y creadores son también trabajadores y necesitan dinero que les permita vivir. Reiterar ese estereotipo vendría a confirmar que los trabajadores creativos sólo podrían ser gente valiente dispuesta a sacrificarse o quienes ya tienen dinero. Y limitar la creación a los ricos sería volver varios siglos atrás.
“Hay otras fórmulas que también crean riqueza sin precarizar a las personas, pero requieren más tiempo y más compromiso ético”
P. Durante décadas imperó en la sociedad ese mantra meritocrático de “estudia para tener un buen trabajo”. Pero hoy en día, como dice, “trabajar más y mejor no es garantía de progreso”, ¿que supone constatar esta gran mentira?
R. Es una de las ideas que más me perturbaba, porque creo que como sociedad desaprovechamos toda esa ilusión de los adolescentes y jóvenes que han hecho lo que les han dicho que hicieran y se dan de bruces con el desempleo y la precariedad. Quizá no era mentira hace décadas, pero en los últimos 30 años el mundo ha cambiado, y crear la expectativa de que estudio va seguido de trabajo genera una frustración que muchas veces se convierte en rechazo y crítica a un sistema que sienten que les ha engañado. Y ese desencanto con el sistema público provoca la desafección que muchas veces se achaca a la juventud. En educación no podemos ser paternalistas, debemos desterrar la cultura del éxito y formar a personas inteligentes que entiendan la complejidad de la vida. Además, pienso que debe haber una implicación política real, paralelamente a la transformación de nuestra economía de trabajo, para abordar este inmenso problema de precariedad en los jóvenes. Ahí está nuestro futuro.
Cultura de usar y tirar
P. Critica la aceleración que caracteriza el mundo actual y la falta de tiempo. ¿Es este el rasgo más determinante junto a la obsesión por la productividad? ¿Cómo afecta esto a la cultura, a su consumo y creación?
R. La prisa es enemiga de la cultura, para crear y valorar una obra se necesita tiempo, que nos permite el juicio crítico, no actuar como rebaño ni dejarse llevar por las tendencias. El tiempo es un tesoro porque es esencial para que pueda acontecer algo que está en crisis: la capacidad de atención. Una cultura de la prisa favorece trabajos y obras apoyadas en la apariencia y en la impresión, en un envase que, por ejemplo, ponga “comida”, aunque lo que esté dentro no coincida con la imagen. Si el máximo valor es ser productivo viviremos en un mundo saturado de propuestas, de productos y de producción de usar y tirar, como sujetos desapasionados blindados en la impostura. La base del arte y de la cultura es la creación libre y con sentido, algo que requiere concentración y tiempo, si lo que nos mueve es “hacer algo”, “hacerlo cuanto antes” o “pasar el trámite”, ninguna experiencia sensible tendrá sentido.
“En educación no podemos ser paternalistas, debemos desterrar la cultura del éxito y formar a las personas en el fracaso”
P. En los últimos años la idea de futuro ha dejado de tener las connotaciones esperanzadoras de progreso para leerse en términos de cancelación. Tras estas reflexiones, le lanzo la pregunta de origen del libro, ¿dónde queda la esperanza?
R. Nuestra visión del futuro ha cambiado porque vivimos en un presente perpetuo donde el futuro está cargado de incertidumbre. Pero la incertidumbre y el miedo son positivos en cierto grado, porque nos permiten construirnos más allá de un hacer instantáneo, pensando en la repercusión de nuestros actos. Si la esperanza es ese estado de ánimo que nos hace pensar que lo que deseamos es posible, habita no solo en nosotros (en ese mantra capitalista de “si quieres, puedes”) sino en la sociedad, en creer que la sociedad está trabajando para ayudar a las personas que sufren. Si la cultura neoliberal ha enfatizado al individuo como centro, la pandemia nos ha enseñado o recordado nuestra vulnerabilidad (física, psíquica y laboral). La fragilidad es una costura comunitaria que recuerda que los humanos somos seres sociales que se necesitan y que solo desde la fortaleza del suelo social, que es de todos, podemos mejorar. Por eso es en los sistemas públicos de sanidad, educación, ciencia, investigación… donde está nuestra esperanza.