'Autorretrato' (izquierda) y 'El jilguero' (derecha), ambos del pintor neerlandés Carel Fabritius.

'Autorretrato' (izquierda) y 'El jilguero' (derecha), ambos del pintor neerlandés Carel Fabritius.

Ensayo

Vida y misterio de 'El jilguero' de Fabritius: el arte que desafía a la muerte

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Hay obras que, más allá de su valor artístico, esconden historias asombrosas. Hace unos años, en el Mauritshuis de La Haya –museo que contiene algunas de las mejores pinturas del Siglo de Oro neerlandés, como La joven de la perla o Lección de anatomía– se instaló un gran estudio de cristal. El conservador Jorgen Wadum empezó a trabajar allí, a la vista del público, en la restauración de un cuadro. Lo limpiaba milímetro a milímetro, retiraba impurezas, pulía imperfecciones y quitaba capas de barniz, devolviéndole su brillo original.

Trueno

Laura Cumming

Traducción de Sion Serra
Crítica, 2024. 304 páginas. 24,90 €

La tarea le llevó dos años. Wadum y su equipo desvelaron muchos secretos de aquel cuadro. Conocido como El jilguero, este mismo cuadro se ha convertido en la última década, gracias a un best seller internacional de Donna Tartt, en una de las obras de arte más famosas del mundo.

Quienes hayan leído la novela de Tartt (o hayan visto la película) recordarán que el protagonista se lleva el famoso cuadro del Metropolitan Museum de Nueva York después de una explosión en la que muere su madre. Lo asombroso es que, según cuenta Laura Cumming (Edimburgo, 1961) en Trueno, la ciencia ha demostrado que al cuadro le pasó algo parecido hace cuatro siglos.

El jilguero fue la primera pintura de la historia a la que se le hizo un TAC, como si se tratase de un tórax. Por eso sabemos que se trata de una obra inacabada. La pintura del cuadro aún estaba húmeda cuando su creador, Carel Fabritius, saltó por los aires en 1664, a los treinta y dos años, en la explosión del polvorín de Delft.

Y sabemos que el cuadro estaba con él, y se salvó, porque conserva hendiduras minúsculas y fragmentos de cosas rotas. Que no estuviese terminado, además, que la pintura siguiese húmeda en el instante de la explosión, le salvó de romperse o desmaterializarse.

De Carel Fabritius apenas podemos ver hoy una docena de cuadros. Su vida es un misterio: apenas hay testimonios sobre él y durante años se le ha considerado, como mucho, un alumno aventajado de Rembrandt, en cuyo taller trabajó.

Pero Cumming, conocida entre nosotros por una absorbente pesquisa sobre Velázquez (Velázquez desaparecido, Taurus, 2016), intenta deshacer el malentendido. La escritora y crítica de arte de The Observer nos sumerge en un momento concreto del siglo XVII holandés; en ningún otro periodo histórico se pintaron tantos cuadros: es el siglo de Vermeer y Rembrandt, pero también de otros seis o siete centenares de artistas que pintaron, en apenas un par de décadas, entre 1,3 y 1,4 millones de cuadros, aunque algunas estimaciones multiplican esa cifra por siete.

'El jilguero' es, gracias al 'best seller' de Donna Tartt, una de las obras de arte más famosas del mundo

El viaje que propone Cumming es sensorial y digresivo. A partir de lo que se sabe de Fabritius y de otros pocos artistas de la época, la escritora reivindica esa pintura que, dice, “desconcierta por lo controvertida que es”, estableciendo una relación única entre arte y vida. Por el camino, además, homenajea a su padre, el pintor James Cumming, que le inculcó la pasión por la pintura de los Países Bajos.

“La gente sigue repitiendo el viejo tópico sobre los artistas neerlandeses de que no hacen sino reproducir lo que tienen delante de sus ojos”, se lamenta la autora. Un tópico que ella desmonta analizando obras que, a su juicio, no han recibido la atención que merecen; por ejemplo, las naturalezas muertas de Adriaen Coorte. Una vista de Delft, del propio Fabritius, debería bastar para desmontar esa pobre tesis, sostiene Cumming.

En su opinión, se trata de una obra que, más allá de su “exquisita” representación de Delft, trata “sobre la soledad en las ciudades y la esperanza de que la vida empiece”. Una de las pocas pintoras del libro, Rachel Ruysch, confirma la pulsión imaginativa de estos artistas con sus bodegones de flores, en los que asoma una narrativa oculta.

La controversia entre quienes han reducido la pintura neerlandesa a un arte descriptivo –a diferencia, por ejemplo, de la pintura italiana de la misma época– y los que han visto en ella mucho más, alcanzó el siglo XX (la primera retrospectiva de Fabritius tuvo que esperar a 2005).

La tesis de Cumming es que los holandeses, con “su sentido del orden y la belleza”, desafían la muerte, proponiendo una “energía renovadora”. Esto, salvo excepciones como Rembrandt, habría lastrado su posteridad frente a pintores como Grünewald, Caravaggio o Goya, que miraron a la muerte cara a cara. En el caso de Fabritius, otro tópico jugó en su contra: la idea de que no puede haber un artista único, desligado de la cadena de influencia; un artista, dice Cumming, como él.